martes, 22 de febrero de 2011

MARGINAL Y VICIOSO. (Parte 2)

Pero yo os prometí hablaros de mi "secreto vicio". Mi "secreto vicio" es de esas dichas que se pueden encontrar en inverosímiles lugares, mi "secreto vicio" es el frecuentar el basural. Creo que mi vicio es similar a lo que sienten los hombres que se aficionan con el vino o con las rameras; un hábito que conviene no revelar a demasiada gente o esconder en los espacios de nuestra intimidad. Es extraño lo que me ocurre con éste vicio, extraña mi excitación, pero sospecho no ser el único.
Fue cuando tenía trece años, meses después de haber llegado a Jerusalem. Joshua, otro niño vago, me dijo que debía conocer el basural, que me lo estaba perdiendo. Desde que lo vi por primera vez la impresión que me provocó me dejó sin habla, comprendí en ése instante que las ciudades estaban vivas como los hombres y los animales y que así como estos, ellas necesitaban comer y luego defecar; el basural era entonces el depósito de las heces de la sagrada ciudad de Jerusalem. Nosotros los pobres, éramos las moscas que se posan sobre los mojones o, más bien, los huevos que dejan las moscas para que sus críos se alimenten de la mierda; nosotros éramos los críos de las moscas. Yo, khazim, decidí transformarme en una larva de mosca para vivir y me gustó eso, mi vida se transformó en un placer.
El primer día lo recorrí casi en su totalidad desde la mañana hasta la caída del alba: había trozos de maderas, vestiduras viejas, animales muertos, pequeñas charcas, árboles podridos, olivos viejísimos con sólo el tronco en pie, escombros de la muralla vieja, sandalias rotas y hasta insepultos cadáveres de hombre. Me pregunté el por qué estarían dichos muertos sin enterrar, pero no me importó demasiado saberlo, supuse que sus almas en pena estarían vagando también, como nosotros, a nuestro lado sin que nos diéramos cuenta de eso, ni las ratas ni los buitres; eran las almas malditas por no recibir sepultura y nosotros, que ni siquiera habíamos muerto, también éramos malditos. El mundo de los vivos era igual al de los muertos, había en él malditos y benditos. Pero lo que me dejó estupefacto ese primer día fue el color del entorno durante los arreboles del atardecer. Me subí a un montículo y pude solazarme mirándolo mientras la pestilencia comenzaba a menguar por la caída del día. Volví a la mañana siguiente y a la siguiente y a la siguiente y sólo esperaba el crepúsculo que después vendría. Fue así como me fui aficionando a los paisajes siniestros, mas aún, no descubría el mayor placer que me deparaba ése pequeño vergel de pestilencia.

CONTINUARÁ.

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