miércoles, 13 de abril de 2011

MARGINAL Y VICIOSO (Parte 9)

Aquel día se presentaba especialmente caluroso y, por ende, el hedor del contorno del camino que seguían aquellas condenadas adornaba tenebrosamente el futuro próximo de esas pobres almas. Una caminaba tras la otra a paso lento y arrastrando los pies en la tierra que levantaba polvo como nunca lo había visto antes; la cantidad de hombres que las seguían contribuía a ello.
Reparé en que sólo había hombres y no mujeres en la turba; comencé a buscarlas con la vista y no las encontré, y no encontraba además a las "mujeres piadosas de Jerusalem", me extrañó esta última circunstancia ya que sagradamente ellas siempre se habían hecho presente cuando una ejecución. Seguimos la fila de curiosos al mismo lento paso de todos.
Las mujeres tenían el cabello revuelto, desgreñado y cubierto también de polvo; se adivinaba más de una caída por lo sucio de sus túnicas. Una iba descalza y la otra con sandalias. La descalza se quejaba regularmente con pequeños gemidos que se suponían provocados por las piedras que estaba obligada a pisar con la planta desnuda, iba considerablemente encorvada en relación a su compañera como si su patíbulo fuera unas diez veces más pesado; claramente estaba muy fatigada, tal vez fuera porque era o se veía de más edad aunque no podría decir cuanta, de seguro por sobre los treinta. La otra, la más joven, sólo cargaba el madero con gran esfuerzo, pero nada hacía suponer un cansancio extremo. Las dos llevaban una expresión triste y derrotada. En verdad os digo que me inspiraron en ese instante gran piedad aunque, a la vez, la misma curiosidad de la que ya os he hablado, la de saber lo que pasaba por sus cabezas y corazones.
El lugar de los troncos secos parecía más desolado y tétrico que nunca, era así o eso quise creer. Las hileras de ellos formaban un grupo de seis. Uno de aquellos troncos era una cruz de la que colgaba el cadáver de un crucificado ahora convertido en unas osamentas cubiertas de una como cáscara. Era para no creer que ésos huesos un día habían sido parte de un hombre vivo, parecía una figura hecha de madera.
Al llegar al sitio de la crucifixión, la caravana se detuvo por orden del romano que hacía de comandante y las mujeres se pararon. Se les quitó de inmediato de sobre sus hombros aquellos pesados tablones como si los soldados estuvieran con intenciones de aliviarles su padecer. Mientras ellos trabajaban disponiendo los patíbulos y arreglando los troncos seleccionados para trasformarlos en los stepes de las cruces, ellas se quedaron una junto a la otra paradas con la vista baja y sin decir palabra. La mujer vieja respiraba con agitación y su frente expedía un profuso sudor, tenía arrugas que surcaban sus mejillas y una herida en un pómulo; la otra estaba erguida y miraba con notorio nerviosismo el trabajo de los soldados, se sobaba sus manos persisténtemente y movía su boca como si estuviera hablando en voz baja. Cuando estuvieron listos los stepes y patíbulos, el comandante echó una mirada a la turba que los había seguido hasta ese momento, a todo el contorno solitario del lugar y luego a sus hombres; sonrió e hizo un gesto con la mano como dando una autorización a algo que los soldados hubieran estado esperando con ansiedad por mucho tiempo. La soldadesca rodeó a las mujeres poniendo éstas miradas de terror. Dos hombres tomaron por detrás a la más joven, le jalaron la desordenada cabellera y golpeando con sus lanzas las piernas la hicieron arrodillar; ella dio un quejido tímido y le comenzó a temblar el labio inferior. El comandante mirándola le habló.

-Vuestra amiga será la primera, veréis lo que le haremos a ella y que será lo mismo que, luego, os haremos a vos.
La mujer mayor no parecía asustada sino más bien entregada y resignada a su suerte; sus ojos cansados estaban adormecidos y sus hombros caídos. Un soldado comenzó golpeándola con su puño en el vientre, luego otro hizo lo mismo, un tercero la abofeteó fuertemente en las mejillas, el siguiente le tironeó salvajemente del cabello enmarañado y así fue pasando por todo el pelotón de los ocho soldados que allí se encontraban. La mujer parecía una muñeca vieja y maltratada por niños traviesos, no decía ni se quejaba de nada y cerraba sus ojos. Un hilillo de sangre comenzó salir de la comisura de sus labios. Los hombres no paraban de jugar con ella mientras la otra, arrodillada, era espectadora sollozante de lo que se le avecinaba. La entrega y resignación de la mujer me deleitaron en extremo, pensé que ella era de aquellas que pronto se dan cuenta de que en la vida todo se vuelve inevitablemente soportable, hasta lo más atroz. Me imaginé a mí mismo entre esos soldados y que cuando me tocaba el turno para golpearle, la tomaba entre mis brazos y le preguntaba al oído lo que estaba pasando por su mente. Me imaginé besándola mientras ella no hacía el más mínimo esfuerzo por impedirlo o protestar así como lo estaba haciendo en ese momento, y me imaginé algo inaudito, extravagante incluso para mí, extravagante y absurdo, imaginé que le decía, os amo, mujer sufriente, os amo porque sois así entregada e indiferente a vuestra suerte, os amo por ser condenada, sois de las mías, sois de la malditas inmundas como yo.
CONTINUARÁ.

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