miércoles, 13 de julio de 2011

MARGINAL Y VICIOSO (Parte 21)

Por entonces ocurrió algo que causó gran revuelo en la ciudad y sus alrededores. Una caravana de legionarios que venía desde el puerto de Cesarea había sido asaltada por una banda de celotes. Muchos soldados murieron lo que había desencadenado la furia romana y las represalias se dejaron sentir. Gran cantidad de personas fueron arrestadas y juzgadas sumariamente para luego ser crucificadas. El Gólgota se llenó de cruces por lo que las ejecuciones se trasladaron masívamente al basural. Como los árboles secos ya no fueron suficientes, los romanos plantaron stepes por decenas y cuando estos ya no dieron abasto entonces desclavaban a los muertos y los arrojaban por ahí en los alrededores para colgar a los siguientes; si no estaban muertos aún, les quebraban las piernas para acelerar la agonía. Entonces sí que apestó el botadero y los buitres y cuervos descendieron también en multitudes para participar en el festín. Como yo, a mi modo, era un buitre estuve también ahí, mas el espectáculo era desalentador, os lo confieso, ya que con tantas personas por crucificar los romanos casi no los flagelaban por lo que los alaridos y sufrimientos se elevaban al cielo y no terminaban nunca, día y noche sin parar alimentándose mutuamente. La mayoría eran hombres, mas se veían algunas mujeres colgadas que según supe eran, por lo general, las mujeres y parientas de los celotes. Algo que no era mi vicio acostumbrado me llamaba a estar ahí sin saber exactamente qué era, mas era difícil resistir el hedor de los ya muertos. Fue en uno de esos crepúsculos que ya os he contado cuando, a la semana segunda de las crucifixiones masivas, descubrí algo que resultó ser interesante. Tres soldados a caballo llevaban a una mujer cubierta de negro, iba atada de manos y con una soga al cuello, la iban a crucificar; a pesar de que las crucifixiones se hacían al amanecer, éstas eran tantas que necesariamente debían repetirse a toda hora durante la jornada. A ésta pobre la iban a clavar al terminar el día. Yo nunca había visto eso por lo que llamó mi atención de inmediato ya que pronto todo se colorearía de rojo y la mujer estaría recién sufriendo su suplicio.
Al llegar a un grueso tronco los soldados se detuvieron y actuaron como si tuvieran mucha prisa; así habían actuado las dos semanas de matanzas: clavaban y se iban aceleradamente ya que no se quedaban a soportar el desagradable hedor de la muerte. No había para los colgados ni agua ni bebida amarga-dulce ni personas que miraran o custodiaran su agonía; estaban solos y la única compañía era la de los otros crucificados cuyos lamentos no hacían más que incitar el dolor y la desdicha propia. La mujer fue despojada violentamente del velo que cubría su cabeza y del resto de su vestuario. Tenía una cabellera ensortijada, larga y rojiza. Ella se dejaba hacer y no oponía resistencia alguna. La visión de su cuerpo desnudo no estimuló a los soldados a ningún juego anexo, en verdad deseaban terminar su trabajo y largarse del lugar. La espalda y las nalgas estaban limpias de azotes por lo que se esperaba un largo suplicio antes de morir. Algo faltaba en todo el conjunto hasta que reparé en qué era; no había patíbulo y ciertamente la iban a colgar, ¿cómo lo harían? ya sabía que el patíbulo no era requisito estricto y los romanos podían crucificar de cualquier forma. Clavaron al tronco un pequeño trozo de madera que pronto entendí era el sedile donde la mujer colocaría su culo, aquello haría de soporte para el cuerpo.
La ataron al árbol con los brazos en alto y el tronco a su espalda; ubicaron el culo en el sedile y ella quedó sentada en esa pequeña protuberancia, luego doblaron las piernas alrededor del tronco y las ataron también a la altura de los tobillos. Cuando el cuerpo pareció estar firmemente fijado, los soldados procedieron a clavetear las muñecas y tobillos. Lo hicieron rápido. El cuerpo desnudo de la mujer se estremecía ante los incesantes martillazos, agregándose su desgarrador grito a las decenas de quejidos que se escuchaban sin cesar en el lugar. El cuerpo, antes seco, se cubrió de brillante sudor en cosa de segundos y los hilos de sangre bajaron desde las muñecas por sus brazos hasta sus axilas. Cuando clavaron bajo los tobillos el grito fue más agudo aún, siempre ocurría así y siempre se tendía a pensar que la persona moriría en ése instante por el dolor, mas no era así, a lo más un desmayo como ocurrió con ésa mujer. Cuando hubieron terminado de clavar cortaron las sogas de las muñecas y pies, por lo que el peso del cuerpo ahora descansó en el culo y los pies clavados lo que hizo despertar con otro grito a la mujer. Sus pies se habían llenado de una sangre espesa cuyo tono se hacía más intenso con los arreboles reflejados desde el sol muriente. Los tres hombres se ubicaron al frente de ella como contemplando su obra, estuvieron así un rato hasta que uno de ellos extrajo de su montura una tablilla y la pasó a otro el que escribió en ella, luego agarró con su mano el pezón de una teta de la mujer y la atravesó con un anzuelo e hizo lo mismo con la otra teta; la mujer no pareció sentir dolor por aquello o éste era ínfimo comparado con el sufrimiento que estaba padeciendo al estar colgada de clavos en un árbol. De los pezones atravesados comenzó a manar un hilo de sangre. El soldado colgó la tablilla escrita de los anzuelos haciendo que el peso de ella alargara un tanto los pechos; la mujer hizo un gesto de molestia agregándose otro dolor más para ella. La colgada quedó allí, estremeciéndose como loca cuando los soldados se fueron raudos en sus caballos. Yo me acerqué. Su pelo rojizo era bello y daba una especial hermosura a su tragedia. Los pelos de los sobacos y del sexo eran de igual tono y se me imaginó que la roja sangre era producida por ellos. La tablilla y los pechos se balanceaban con sus desesperados movimientos. Era mucho más incómodo estar así que ser crucificado en un patíbulo. Me pregunté qué diría la tablilla, cuál sería su delito. La frente y el cuello brillaban por la transpiración, la que se extendía hasta el pecho.
-ME HUMILLAS, ME HUMILLAS, DEMONIO, GRRRRR, AAAAAH, GRR, MALDITO.
Las inesperadas palabras de la mujer me sacaron de mis pensamientos y entonces reconocí ésa nariz grande ahora empapada de sudor. Era Marta.
CONTINUARÁ.

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