miércoles, 23 de marzo de 2011

MARGINAL Y VICIOSO (Parte 6)

Después de dos horas, los únicos presentes éramos los soldados, yo y un grupo de cuatro mujeres cubiertos con velos sus rostros; éstas hacían de plañideras, gimoteando, poniendo cara de congoja y asistiendo al crucificado con paños húmedos en la cara y dándole en la boca lo que yo supuse era agua fresca. Pensé en ese momento que eran parientes del condenado.

-Tengo sed, dadme agua por favor, dadme agua, no lo soporto- decía el condenado mientras temblaba. Las mujeres, entonces, sin que los soldados se lo impidieran, se acercaban a la cruz y de un odre le daban de beber, más bien de dos odres: primero de uno y luego del otro; me pregunté el por qué y luego recordé lo que me había dicho Joshua: un odre contenía agua y el otro era una bebida amarga-dulce que tenía propiedades para adormecer el cuerpo de modo que el dolor no fuera sufrido en toda su intensidad, ésa bebida era preparada por un grupo de las llamadas "mujeres piadosas de Jerusalem" que se organizaban en una especie de cofradía compasiva realizando diversas actividades, todas de carácter piadoso: consuelo a deudos de muertos, asistencia en el trance de la muerte, plañideras en funerales de menesterosos, limosnas a necesitados y ésta de dar la bebida dulce-amargo a los condenados a la pena infame. Joshua conocía bien de aquéllo ya que el vicio particular de él era beber de ese brebaje sin necesidad de tener alguna herida o dolencia. Singular me resultaba el hecho de que cada cierto tiempo el hombre crucificado rogaba a gritos, a los soldados, que le ultimaran con un golpe de espada o con la lanza, mas nunca rechazaba los odres que le ofrecían las mujeres para calmar su dolor o sed, nunca, a pesar de que esto sólo le prolongaba el sufrimiento; deseaba una muerte pronta para dejar de sufrir pero no rechazaba lo que, precisamente, le alargaba la tortura. Si los romanos habían ideado esa manera para castigar a alguien habían sido muy inteligentes; lograban un suplicio enloquecedor porque ciertamente un crucificado enloquecía al querer morir para no sufrir más pero, al mismo tiempo, deseaba con desesperación alejar el dolor que le llevaría a su pronta muerte tan deseada. Yo tenía razón: lo insoportable se vuelve soportable y se prefiere hasta lo aborrecible. Cuando transcurrieron tres horas, los soldados se fueron después de lo cual las mujeres piadosas decidieron irse también salvo una que siguió por un tiempo más. Esta me miró hostilmente cuando se percató de mi presencia atrás de ella, mas nada dijo. Siguió orando arrodillada en el suelo y mirando al condenado y a cada tanto, dándole a beber y mojándole la cabeza. Parecía joven aún comparada con sus amigas. Era extraño verla en ese lugar tétrico: una mujer fuera del hogar debía ser acompañada de un hombre (su hijo, padre o marido) o de otra mujer, mas nunca andar sola. Por el velo supe que era casada. Después de un rato se volvió hacia mí y dijo,
-niño, éste lugar no es para vos, sois demasiado pequeño, ve a vuestra casa.
-no tengo hogar, soy huérfano, soy un pobre, mi señora. ¿No tenéis algo que darme por el amor de Adonay misericordioso?
-no molestéis, pequeño ladronzuelo, conozco a los de vuestra ralea, siempre prestos a robar, ¿acaso no os vasta mirar cómo terminan su vida los vagabundos como vos? así terminaréis, en la cruz.
Resultaba tan extraño que dicha mujer no se mostrara asustada de quedar sola conmigo a su lado sino enfadada, ciertamente deseaba verse sola al pie del crucificado. Los caminantes habían dejado de pasar puesto que a esa hora del día el calor aumentaba y no pasarían hasta el día próximo debido a que, al atardecer y la noche, el basural era muy temido por todos. De mi morral extraje una fruta que había robado el día anterior y me eché a dormir en un rincón no muy lejos de ahí esperando los arreboles que tanto me gustaba contemplar. Cuando desperté atardecía y la mujer aún estaba allí, había pasado casi todo el día junto al condenado. Debe ser una pariente del hombre, me dije. Al verme regresar, la mujer se levantó y se fue rauda lanzándome una mirada de desprecio. Llegué junto a la cruz y me acerqué casi hasta tocar al hombre. Seguía suspirando y gimoteando en susurros. La penumbra lo cubrió todo tiñendo de rosado o rojo lo que podía contemplar con mis ojos; la brisa pequeña se dejó caer a la misma hora de siempre y miré al colgado. De pronto, sin razón aparente, el hombre se comenzó a convulsionar como en un ataque, abriendo sus ojos y su boca y ahogando sus gritos. La sangre manó profusamente de los orificios que atravesaban sus antebrazos y talones al moverse con tanta violencia terminando por caer en la inconsciencia. Quedó con su cara inclinada. Parecía descansar pacíficamente. Yo cerré los ojos y luego los abrí: la brisa, los colores y el crucificado se combinaron de una forma que me pareció fascinante. Envidié al condenado en ése preciso instante, envidié su suerte de agonizar en medio de la inmundicia y de los colores de aquel atardecer, envidié el brillo de su cuerpo sudoroso que reflejaba el sol que moría.

CONTINUARÁ.

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