miércoles, 24 de marzo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 2).

"EVOCACIÓN".

Tengo la certidumbre de que por mis faltas merezco este suplicio y es por eso que no me quejo ante la injusticia de esta pena, porque vos sabéis que no cometí el crimen que se me imputa: no he sido conspiradora contra el César, ni la puta de mi adorado maestro el que es inocente de todas las calumnias que los sacerdotes le levantaron por envidia. Mi maestro me enseñó a perdonar e incluso a amar a mis enemigos, pues yo perdono a los que me hicieron esto, sobre todo porque, en mi fuero interno, sé que no es un castigo de los hombres sino el tuyo, Adonay, por mi lascivia y vanidad.
Estoy en la cruz por un delito que no cometí, arriba de mi cabeza está puesta una tablilla escrita en griego y arameo que dice "Claudia, la puta del falso rey". Mi maestro no era falso, no fui su puta y no me llamo Claudia.

Los alaridos de las Nubias me sacan de mis amargos pensamientos. Ellas sí se merecen la crucifixión según la ley de los hombres. Oí a los soldados que decían que eran hermanas, esclavas de la mujer de un centurión; intentaron envenenar a su Ama maltratadora y cruel, pero fueron descubiertas y delatadas por otra esclava. Ahora están ahí, pegadas de pecho al madero, con sus grandes y redondos culos de ébano a la vista de los curiosos. Una de ellas fue, además de sus talones y muñecas, claveteada de los pechos al patíbulo. Berrea por el dolor y dice algo a su hermana en una lengua que desconozco, creo que la insulta, la debe culpar por lo que están padeciendo, tal vez por haber hecho las cosas mal o por tentarla en la empresa de llevar a cabo el homicidio que se frustró. La otra negra le contesta, también con furia. La bravata que se arrojan unas a otras las deja exhaustas y terminan aullando y llorando como dementes. Yo ya pasé por eso y, a pesar de la asfixia que atormenta mi pecho y garganta, me encuentro en paz. Me queda poco, Adonay, para que me arranques de este valle de lágrimas. Recibe a ésta vuestra esclava Judit que intentó, al final de su vida, compensar sus faltas de lascivia, vanidad y orgullo siguiendo las enseñanzas de mi adorado maestro. Siento como si una daga me estuviera atravesando por dentro los pulmones.
La gente tiene razón: en los últimos instantes el agónico recorre mentalmente los pasajes más relevantes de su vida. Estoy viendo todo el periplo que culmina acá, arriba de ésta cruz. El brillo enceguecedor del sol que hace que vea verde el moreno cuerpo de mis compañeras de suplicio, me obliga a cerrar los ojos irritados y retrocedo en el tiempo hasta el hogar de mi infancia. Veo a mi madre, mi hermano y yo cultivando el huerto y esperando a mi padre a que bajara de las montañas arriando las ovejas de Benjamín, el ganadero rico de esa parte del mar de Galilea. Yo era mayor que mi hermano y no obstante haber nacido mujer mi padre me adoraba tiernamente. Suya fue la idea de llamarme Judit en homenaje a la patriota de nuestra nación que simuló ser una mujer fácil a fin de dar muerte al general enemigo de su país. Desde que tuve conciencia de él, siempre recuerdo a mi padre prodigándome caricias, mimos y regalos, recuerdo también que había días en que salía temprano con su arco y flechas a las montañas para cazar aves salvajes y no volvía hasta la noche. Después de las labores del día me divertía con mi hermano en juegos bruscos y masculinos lo que no era bien visto por mi madre que sin embargo callaba en razón de ser yo la consentida de su marido. Tendría unos 10 años de edad y mi hermano 8 cuando Belzebú apareció en mi vida mostrándome el néctar de la lujuria el cual saboreé para no olvidarlo jamás. Estábamos en el campo y en una batalla simulada con mi hermano éste me arrojó una piedra con su honda la que golpeó fuerte y directo entre mis piernas cerca del sexo. Caí al suelo desfallecida, me incorporé después de un rato con dolor y sentí que un cálido líquido se derramaba debajo de mis ropas, por mis piernas. Corrí y me oculté a la vista de mi hermano. Recogí mi túnica y vi una herida justo arriba del agujero de mi sexo. Manaba algo de sangre mas no era profunda; algo de esa sangre caliente llegó a la hendidura de mi sexo, entonces unté una parte de mi vestido con agua del pozo y limpié la herida. Al pasar por mis intimidades un ligero cosquilleo se despertó. Seguí limpiando y el cosquilleo continuó creciendo; sentía una calidez dulce que me hizo morder los labios. Desde ese momento no paré de tocarme cuando me encontraba sola, lo que ocurría muy pocas veces ya que si no estaba mi madre me acompañaba mi hermano.
CONTINUARÁ.

miércoles, 17 de marzo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA.


"INICIO"

Ya no siento dolor, mi señor, porque dolor no es la palabra. Me deshago, me derrito, siento que mis brazos se desprenden de mis hombros, que mis pies y piernas ya no existen, que mis entrañas tienen vida propia y desean huir de mi cuerpo, escaparse transformadas en líquido. Mi cabeza afeitada y mi cuerpo desnudo están escaldados por el sol abrasador; entero está brillante y embadurnado de sangre y salado sudor, sin embargo mi lengua y mi paladar se encuentran secos hasta la garganta y más allá aún. Mojada por fuera, seca por dentro ¡que ironía¡. Ya no puedo gritar, se me va la vida en pequeñas exhalaciones. ¡Oh, ADONAY¡ no me das la muerte ¡que larga resulta esta agonía¡. Me parecen años desde que me izaron en la cruz hasta ahora, y tan sólo ha transcurrido un cuarto de hora. Al principio me desmayaba y volvía a despertar por el espantoso dolor ¡que caos, Dios mío¡ el sufrimiento me dormía, el sufrimiento me despertaba. Nada podía calmar el dolor; ni los gritos de cerda en el matadero, ni la baba que se me escapaba al chillar, ni el sudor frío, ni la orina ni las heces, ni el cerrar ni el abrir los ojos, ni el retorcimiento de mi cuerpo tratando de acomodarse, buscando la postura menos dolorosa; nada, absolutamente nada.
Ya todo está pasando, Adonay, sois vos quien me está dando la muerte que tanto deseo. Ya no tengo fuerzas ni para sufrir y el descanso final se acerca ¡gracias os doy, mi Dios, por eso¡.
Los soldados ya se fueron cansados de ser crueles y de satisfacer sus instintos de machos brutales, no había tanta necesidad de vigilar y de contener a los curiosos. Poca es la gente que transita por este lado del basural ya que es la parte más inmunda de él. Puedo ver a unos 5 o 6 hombres que no paran de mirar mi sufrimiento y mi cuerpo desnudo. Sé que los embarga la lujuria, conozco a los hombres. Un poco más allá, atrás de ellos, cubriéndose en parte con un matorral raquítico, está un joven; se manosea el sexo mirando a las dos Nubias crucificadas desnudas frente a mi. Ellas acaban de ser clavadas y sus gritos me parecen horribles; así deben de haber sido los míos al principio. Las Nubias están crucificadas de PECHO, de la manera tradicional como se cuelga a las mujeres; sus gigantescos y redondos traseros de negra están a la vista, brillantes y cruzados por las marcas del látigo. Yo, en cambio, estoy de espalda, como son crucificados los hombres, como fue colgado mi maestro. Lo hicieron así para avergonzarme, para que todos vieran mis grandes tetas, mi vientre blanco y mi sexo peludo y para satisfacer así la sanguinaria lujuria de los soldados y de los caminantes y de los mismos que yo satisfacía en las noches de juerga. Objeto de placer en vida, objeto de placer en la agonía ¿esa ha sido mi vida?.
Pero os lo confieso, Adonay, me gustaba hacerlo, me gustaba ser objeto de placer, y peor aún, y no obstante el espantoso sufrimiento que ahora me atormenta, me gusta ser exhibida aquí, delante de todos, con mis intimidades al aire. Sé que, secretamente, esos hombres están admirando mi cuerpo desnudo y maltratado, como si fuera un ídolo en un altar de dolor. Me he transformado en una diosa ofrendada con torturas y miradas concupiscentes. ¡Oh, mi Dios¡ sé que ese es Belzebú, el que siempre ha estado dentro de mí y que mis pensamientos son blasfemos. No los puedo evitar, mi Señor, os pido perdón.
CONTINUARÁ.

lunes, 8 de marzo de 2010

CLAU DE MERODÉ.

-Claudia, te pareces a Cleo de Merodé.
-¿a quien?
-A Cleo de Merodé.

Hago un dibujo en un papel de un cuerpo de mujer, muy curvilíneo como una guitarra, las tetas enormes, caricaturescamente gigantes, y en el lugar de la cabeza pego -cual collage- la cara de Cleo de Merodé recortada de una foto que aparecía en una revista "EVA", de las mismas que vende Claudia en la feria. Le muestro mi "collage" y le digo, indicándole con el índice,

-esa eres tú.
-¿y quien es?
-tú. Es la cara de Cleo de Merodé. Siempre te encontré parecida a ella. Era una bailarina belga de cabarets, de la época de la "belle epoque", de los años 20 en París, muy famosa y que tenía loco a una tropa de hueones, todos se enamoraban de ella incluso reyes y príncipes.

Claudia, se queda mirando la foto de la vedette unos segundos con mucha atención.

-No, no me parezco. Esta era una mina linda, yo no soy así, ella era distinta, me estás hueveando.

Espera de mi parte que le diga algo, tal vez un piropo, pero yo no contesto, le disparo un torpedo de silencio, como los que ella me lanza a menudo y sólo sonrío. Se propone indagar y me pregunta,

-y ¿desde cuándo conoces a Cleo de Merodé?
-desde chico, tal vez desde los ocho o nueve años; en mi casa había un montón de revistas viejas de los años 50, heredadas por mi mamá de mi abuela. Un día descubrí un reportaje sobre ella. Había muchas fotos y croquis con su retrato, yo recorté un par y las guardé. Desde esa época las llevo siempre en mi billetera. Cuando niño me lo pasaba haciendo dibujos tratando de copiar su rostro.
-siempre tan compulsivo y fetichista- me dice Claudia.

Vuelve a mirar el "collage" atentamente.

-¿Qué te parece?

No contesta a mi pregunta, otra vez esos silencios que nacen de su misma mirada. Ignoro si la comparación le halaga o le molesta.

-¿y esta Cleo era tan tetona como yo?
-Mmmm no, no para mi gusto, más bien normal. Hubo un escultor que le hizo una estatua en que aparece desnuda con el cuerpo de una Venus, pero no se si es muy fidedigno. Seguramente era rellenita, las mujeres de esa época lo eran.
-¿cómo yo?

Por un instante me hace vacilar en la respuesta.

-tal vez.

Sonríe un poco y me devuelve el dibujo-collage.

-No, Claudia, te lo regalo, guárdatelo para tí; es más, le voy a escribir una dedicatoria.

Tomo el Collage y pongo: " Para la Dolorosa, de un Perro silvestre". Vuelve a mirar la foto de Cleo (transformada ahora en Clau) con el dedo me señala la corona que la Merodé lleva sobre la cabeza.

-Si la corona hubiera sido de espinas, habría sido ideal, habría hecho juego con tu dedicatoria.
-Todavía me queda otra foto y podría.......
-No, quédate con esa para que te acompañe siempre en tu billetera.

Vuelve a guardar un prolongado silencio y dice,

-Así que desde los ocho años, mmmmm ¡vaya, vaya¡, que interesante.