jueves, 27 de mayo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 10)

"ORGULLO, VANIDAD Y SOBERBIA".

Durante los 3 años que viví en Jerusalem fui la reina del placer entre los hombres poderosos y las autoridades romanas y multipliqué rápidamente mi riqueza. Terminé comprando los esclavos, joyas y vestidos que Hiram me había prestado y hube de comprar otras más para atender las crecientes necesidades de una exitosa meretriz. Quise, también, comprar la casa, para así lograr la independencia total, mas Hiram me manifestó, de forma serena y dulce, que él no era merecedor de ingratitudes y yo, conmovida, retiré mi oferta. No podía hacerle eso al hombre que me había hecho rica.
En el transcurso de esos tres años mi socio me contagió la avidez por el dinero; con él podía hacerse todo, comprarlo todo: lindos vestidos, joyas, favores de importantes personas, placer, tranquilidad, lealtad y hasta el cariño. Comprendí entonces a cabalidad, todas las enseñanzas de Hiram, mi nuevo maestro; mas el poder hacerlo todo me volvió orgullosa y más vanidosa aún y, con vergüenza, mi Señor, os confieso que cruel. Hubo hombres que se enamoraron y gastaron toda su hacienda conmigo y no obtuvieron de mí más que fugaces momentos de deleite. Cuando me lo habían dado todo yo les pagaba con un tiránico desprecio y no los volvía a admitir en mi casa. Obtuve el favor de las autoridades, las que corrieron de la calle, donde se ubicaba mi residencia, a todos los pordioseros, miserables y prostitutas de poca monta, eliminando la fealdad y la competencia a mi lenocinio de categoría. Compré jóvenes esclavas, bellas y virginales, para entregarlas a hombres mayores y lujuriosos. Comencé a usar el látigo con mis esclavos y no admití faltas ni errores. Los hombres me parecieron tontos y despreciables, casi unos niños susceptibles de ser manejados con una golosina. Me consideré a mi misma una reina con derecho a todo lo bueno de esta vida, tan sólo porque mi rostro era agradable y mi cabello y formas, hermosos. Mi fama de altiva y arrogante comenzó a extenderse por la ciudad y no obstante ello, los hombres me admiraban y rendían un tributo que hasta este amargo momento que vivo, no deja de producirme placer ¿cómo puede ocurrir eso, Adonay? ¿Acaso no puedo dejar de ser una pecadora al menos en el último momento de mi vida? ¿o es que el insoportable dolor me provoca desvaríos de demente?

Había escuchado decir a una anciana que los baños en el Mar Salado (mar Muerto) eran buenos para la salud y para la belleza del cutis y el cabello y que muchas ricas señoras, griegas y romanas, pasaban largas temporadas en ese lugar disfrutando de ellos. Se decía que se bañaban desnudas y que tomaban el sol en su ribera. Dispuse entonces una caravana para ir a ese lugar ya que deseaba embellecer aún más mi larga y brillante cabellera. El viaje era largo y duraría 4 días; yo viajaría en una litera cargada por 4 fuertes esclavos Nubios que me servían también de protección.
A la salida de Jerusalem, a la orilla del camino, había dos hombres crucificados. Estaban en dos olivos algo secos pero resistentes todavía para sostener un patíbulo con un hombre colgado de él. Tres soldados custodiaban y algunos curiosos observaban.Los dos condenados estaban totalmente desnudos, con sus vergüenzas exhibiéndose groseramente y cruzada su piel por las marcas de los latigazos. Uno de ellos estaba desmayado.El otro agitaba su pecho y abdomen de manera desesperada. Su cara estaba enrojecida y parecía poseído por la ira más que por el dolor. Insultaba a los soldados y profería groseras maldiciones al Cesar. Su actitud me produjo curiosidad y ordené detener la litera al frente de la cruz. Pregunté a un soldado sobre los condenados: eran dos Celotes subversivos que habían participado en un ataque a una columna de legionarios. Pedí que bajaran la litera y por tres monedas de plata, los soldados me dejaron observar de cerca.
En ningún momento el hombre pidió piedad. Ciertamente era orgulloso y soberbio. Los altivos y orgullosos nos reconocemos mutuamente. Me produjo una cierta admiración. Al acercarme más, el crucificado comenzó a insultarme.

-Puta de romanos, te solazas con los paganos, puta de Belzebú, pecadora infecta, traidora.
Al pronunciar sus insultos todos los músculos se le crispaban y sus venas parecían a punto de reventar provocándose, él mismo, más dolor del que padecía. Yo me reí a carcajadas delante de él y le dije,

-Sois hombre y, como tal, un tonto, por eso terminasteis ahí arriba, sin nada ni nadie- y agregué unas palabras que Hiram siempre repetía a modo de proverbio,
-El mundo no está hecho para los soñadores.

Quiso responder a mis palabras, mas exhaló un fuerte alarido que lo hizo temblar y sólo salieron de su boca unos hilos de baba. De nuevo reí y todos mis esclavos conmigo. Luego ordené reanudar el camino. Más allá había un tercer hombre crucificado, muy quejumbroso y chillón. También me detuve y pregunté por él al soldado. Este condenado era un conocido bandido que asaltaba a los peregrinos, robándoles sus pertenencias. Bajé de la litera para verlo de cerca y me quité el velo del rostro. El hombre, al estar en tal lamentable situación, desnudo, con sus partes al aire y sufriendo, y ver mi belleza y elegancia, cerró los ojos y comenzó a llorar avergonzado. De nuevo reí con crueldad y le dije,

-Parecéis una niña, jajajaja, lloráis como niña.

Cuando me estaba aprestando a continuar la marcha, el crucificado me imploró.

-Dadme agua, señora, piedad, tan sólo un poco de agua, la sed es insoportable.
Yo repliqué,
-Pedídsela a los peregrinos que transitan por aquí, a los mismos que vos robabais- y le arrojé una moneda que cayó al lado del stepe.
-Ahí tenéis una moneda ¿no os gustaba el dinero ajeno?

Luego lancé una carcajada y continué. Cada uno de aquellos hombres tenía algo que yo también tenía: orgullo y altivez el uno y codicia por el dinero el otro; mas ambos habían terminado en la cruz y yo estaba viva, era rica, bella y el mundo estaba a mis pies. Verdaderamente comprobaba que los hombres eran unos tontos.
Al día siguiente, al pasar por una aldea, cerca de Betania, nos encontramos con un carnaval de campesinos que danzaban, tocaban música y cantaban. Estaban muy alegres. Convencida estaba de que se trataba de la celebración de una boda ya que se veía que asaban un cordero y eran personas modestas. Sólo en las bodas los pastores y campesinos pobres matan corderos. Una anciana nos informó que no era nada de eso. El maestro milagrero, del que tanto se hablaba en toda La Palestina, había resucitado a Lázaro, un hombre de la localidad, muerto hacía tres días e incluso sepultado. Ese era el motivo del jolgorio. Seguí mi camino pensando en aquello y recordé al maestro que había conocido tres años atrás en Cesarea. En La Palestina abundan los maestros hacedores de prodigios. Casi había borrado de mi memoria a aquel hombre que me había dado tan generosamente la libertad. Concluí que él era el que había puesto la base de mi riqueza ya que su acto provocó mi encuentro con Hiram y, por un instante me emocioné al recordarle.
En Betania pernocté en una posada. Al amanecer, cuando nos aprestábamos a partir, una turba que pasaba cerca nuestro, distrajo mi atención. Tomaban el camino a Jerusalem. Sentí sed y le ordené a una esclava que me sirviera agua con miel. Al traerla, la sierva derramó algo del líquido por lo que la reprendí. Su contrariedad la hizo, nuevamente, derramar la hidromiel, pero esta vez sobre mi vestido lo que me enfureció. Arañé su rostro haciéndole sangrar y le di un par de bofetadas. Tomé la fusta que uno de mis esclavos tenía en la mano y descargué repetidos golpes sobre ella. La esclava, llorando, de rodillas y con la frente en el suelo pedía perdón, a lo que repliqué,

-No lloréis, esclava, sólo eso eres, una sucia esclava, no toleraré faltas de ninguna sucia esclava y.................Una voz de varón completó mis palabras diciendo,...y si se me da la gana os mando a crucificar sólo para divertirme- Me volví y vi a mi adorado maestro, detenido frente a mi, quien me observaba con la misma mirada de esa noche en la costa de Cesarea.

-¿Eso os decía Plinio?, ¿recordáis?. Judit, llamada Claudia, veo que los crucificados ya no os conmueven, ni os dan ganas de salir corriendo para no verlos sufrir; ahora os provocan carcajadas. En verdad os digo que vuestro padre al que una vez visteis también clavado del madero ahora se ahoga de tristeza al veros angustiada por el peso que lleváis sobre vuestros hombros.
CONTINUARÁ.

viernes, 21 de mayo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 9).

"HIRAM"

Después de esa noche vagué durante semanas por las calles de la ciudad como una vagabunda pordiosera, implorando mendrugos en el puerto y el mercado, estuve así hasta que me encontré con Hiram. Como a María, tampoco le reconocí al principio. Cinco monedas de plata puso en mi mano suplicante. Esa pequeña fortuna me impulsó a verlo a la cara encontrándome con ese rostro barbado y alegre que me llamaba por el nombre de Claudia. Comprendí que era Hiram, el rico mercader amigo de Plinio Claudio y que frecuentaba las fiestas de la finca. Su riqueza y generosidad eran tan impresionantes como su lascivia. Le besé los pies agradecida y le imploré me convirtiera en su esclava ya que sólo hambre y sed habían sido las consecuencias de mi libertad. Él hizo ademán de alejarse y yo le propuse con desesperación,
-Seré vuestra esclava ramera, por favor aceptadme, os suplico, tengo hambre, disponed de mi como os plazca.

Hiram me hizo ver que yo no tenía deudas para con él y que, por lo tanto, no podía ser su esclava. En todo momento sonreía y no dejaba de hablarme con cortesía, siempre había sido así, incluso en aquellas impúdicas orgías del pasado manifestaba dichos modales los que no dejaba ni siquiera en el trato con los esclavos. Dijo haberse enterado de las desgracias de mi ex-Amo Plinio y que lo sentía, que no necesitaba otra esclava y que, por sobre todas las cosas, él era un mercader que buscaba hacer una buena inversión y que ello no pasaba por comprar una esclava lujuriosa; al decir aquello soltó una gran carcajada para luego agregar que la riqueza no necesariamente se logra teniendo muchos esclavos, que su experiencia en los negocios le decía que los esclavos no generan toda la riqueza que podrían generar ya que siempre están tristes y triste no se puede trabajar de maneraproductiva. Sólo los hombres libres trabajan con ahínco porque lo que producen es para ellos mismos........al menos en parte; volvió a soltar otra carcajada cargada de ironía al decir esto.

-Os propongo un negocio, Claudia, seremos socios y obtendremos grandes ganancias. Mi ojo avizor me dice que vuestra lujuria es generadora de riquezas. Seréis mi inversión y no precisareis convertiros en mi esclava.

Me llevó a la posada donde se alojaba. Me alimentó y dio vestiduras nuevas, compró otras hermosas y me las obsequió y llegada la noche retozamos como en los pasados tiempos. Yo estaba verdaderamente agradecida y la vida volvía a sonreírme después de esas tres semanas de incertidumbre por las calles de Cesarea. Imaginé que me volvería su ramera. Lo que no comprendía era por qué no me tomaba como esclava para ello. Al amanecer me lo explicó con detalles ¡Oh Dios¡ el enemigo se viste con ropajes que impiden reconocerle en su fealdad, sus máscaras son múltiples y atractivas. Hiram era cortés, de modos suaves, muy generoso, nunca lo vi en un acto de crueldad con sus esclavos como los veía en casa de Plinio y debo confesar que gracias a él me volví rica, sin embargo era un emisario de Belzebú a través del cual fui azuzada en los pecados de la lujuria, la vanidad, la codicia y el orgullo. Hiram me llevaría a Jerusalem, gran ciudad a la que concurrían los hebreos de toda La Palestina en peregrinaje a su templo, poseedora de grandes mercados en donde griegos y árabes tenían negocios de todo tipo. Me instalaría en una cómoda casa de su propiedad, dotada con muebles y esclavos para mi servicio. Me compraría joyas y vestidos. Dijo que mis dones, lujuria y belleza harían el resto. Con lo que ganara le pagaría a él el alquiler de la casa. Mis ganancias serían tantas que ambos estaríamos contentos. El se encargaría de presentarme a ricos hombres potentados, con lo que iniciaría mi vida de meretriz de alta categoría. Mis clientes serían ricos árabes y griegos, además de autoridades del imperio. No podía dar crédito a semejante propuesta en que la inversión sería mucha al igual que el riesgo y así se lo manifesté. Hiram sólo se limitó a decir que mi juventud me impedía ver con claridad y que él tenía amplia experiencia. Esto último era verdad; Hiram ya había hecho esto con otras mujeres en ciudades como Sidón, Tiro y Cesarea con exitosos resultados.
Mi Socio, personalmente me enseñó modales, a leer en griego y arameo, fórmulas para destacar mi belleza y suscitar la lascivia de los hombres y el arte de administrar un patrimonio. Agradecida, puse el mayor empeño en aprender y ni él ni yo nos arrepentimos. Era cierto, lo pude comprobar, las personas libres generan más riqueza al saber que el fruto de su trabajo será suyo.
CONTINUARÁ.

sábado, 15 de mayo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 8).

"EL MAESTRO."

Caminamos hasta salir de Cesarea y acampamos cerca de un arroyo que desembocaba en el mar. Allí descansé junto a las mujeres, enfermos, miserables, vagabundos y un sin número de desarrapados que seguían al maestro. Me dieron agua y pan y tratáronme con mucha solicitud. Noté que mi Amo Judas y el maestro hablaban de mí; ellos se acercaron y yo me sentí cohibida. El maestro me miró fijo y sonriendo preguntó.
-¿Cómo os llamáis?
-Judit, llamada Claudia, rabbí- contesté.
-Bien, Judit llamada Claudia; por lo pronto os quitaremos las cadenas y las argollas. Debéis descansar.
El maestro pasó su mano por mi cabello y mejilla y tuve unas irreprimibles ganas de llorar que no me expliqué. El Amo Judas, dirigiéndose al rabbí, preguntó que qué harían conmigo.
-Es una esclava apestosa y tan sólo por eso pudimos adquirirla por ese vil precio, rabbí.
-Es vuestra esclava, Judas, disponed vos- respondió el maestro.
-Pero vos dijisteis que la comprara.
-Tenéis razón, Judas, yo lo dije.

El maestro rió y de mi oreja quitó la argolla, signo de mí esclavitud y la arrojó al arroyo.
-Judit, llamada Claudia, desde ahora sois libre.

Fundí mi mirada con la de él y sentí una bondad infinita, algo que nunca antes había sentido. Tomé su mano y la besé, y luego, inclinándome, hice lo mismo con sus pies. El me levantó y repitió que debía descansar. Antes de que llegara la noche, yo me había dormido mirando la fogata que los hombres habían encendido.
La música de los flautines y panderos me despertó. La gente que seguía al maestro danzaba y batía palmas alegremente. Al incorporarme, una mujer joven pero algo mayor que yo, se dirigió a mi, saludándome. Dijo haberme visto en la casa de Plinio Claudio; entonces la reconocí. Era una de las rameras que a veces eran contratadas por el Amo o llegaban con los invitados a las orgías y fiestas que este organizaba en la finca. Al identificarme, la vergüenza se apoderó nuevamente de mi ser como cuando estaba en el atrio y las mujeres me veían con los senos desnudos. Aquella mujer, que dijo llamarse María, había sido testigo de la desenfrenada vida que llevábamos con Kupta en la finca Claudia. María notó mi contrariedad y entonces invitóme a que dejara atrás la vergüenza haciéndome ver que ella era tan pecadora como yo, sobre todo considerando que en aquella finca yo vivía como esclava y no tenía otra alternativa. Me invitó, también, a que dejara atrás la lujuria y vanidad. Según María, era fácil reconocer en mi aquellas dos debilidades ya que ella había sido igual, mas el maestro la había redimido. Dijo que era mejor seguir al maestro ya que era poseedor de una infinita sabiduría y bondad y hablaba con poderosas palabras llenas de verdad. Por la mirada de María y su vehemencia al hablar, noté que estaba ante una mujer enamorada profundamente; con lo poco que había visto del maestro me fue fácil comprender sus sentimientos. Internamente me pregunté si alguna vez María le habría seducido ya que ella era una muchacha de singular belleza.
Cuando la música y las danzas terminaron, todos se durmieron. Busqué al maestro con la mirada y lo encontré alejado de todos. Estaba despierto y al parecer elevando oraciones a vos, Adonay.

Me acerqué a él, y aprovechando el sueño de los demás, me atreví a hablarle. Deseaba agradecerle de alguna forma -de la manera que yo sabía agradecer- su gesto de generosidad para conmigo. Acaricié sus cabellos y la barba que cubría sus mejillas y me descubrí las tetas. El clavó su mirada en mis ojos sin decir ni hacer nada lo que causó mi sorpresa; nunca un hombre se había quedado así ante la visión de mis grandes y hermosos senos, todos enloquecían cuando me los descubría. Tampoco era indiferencia lo que notaba en él porque hombres indiferentes había conocido y sabía bien cómo eran; al contrario, me pareció que su mirada me penetraba en mi real desnudez, no la de la piel, sino la del alma. En realidad mis pechos y curvas de hembra sin vestidos no eran mi desnudez sino las murallas y armas que me protegían en la vida. La mirada del maestro deshizo ese baluarte y quedé ya sin defensas

Mi cabeza está con la frente inclinada hacia el suelo y de la punta de mi nariz una gota de sudor mezclada con moco está a punto de caer. No tengo la fuerza suficiente para enderezarla de modo que, haciendo un inmenso esfuerzo, giro los ojos para ver a las dos hermanas crucificadas. Una sigue desmayada; la otra, la de los pechos clavados, resopla con fuerza porque siente que el aire se le acaba y se asfixia. Puedo ver su trasero, espalda y nuca; no tengo a la vista su rostro, pero me es fácil imaginarlo: toda la cara bañada en sudor, en el cuello y la frente sus venas hinchadas, los ojos desorbitadamente abiertos al igual que la boca, tratando de captar hasta la menor brizna de aire. Viéndola por detrás, como la veo, pareciera que está siendo poseída por la cruz. La cruz, el amante de madera y duro que le extiende sus brazos a la negra, la que corresponde igualmente a su impávido deseo abriendo también los suyos y colgándose del cuello de aquel violador impasible.
La Nubia, para no ahogarse, se apoya en sus tobillos y muñecas claveteadas y, con las piernas, trata de subir su cuerpo a fin de poder hinchar su pecho y llenar con más holgura los pulmones de aire ¡Oh Dios¡ es realmente una mujer fuerte ya que logra que el patíbulo quede casi al nivel de su cuello. Se mantiene unos segundos allí, con el cuerpo temblando como si estuviera aterida, hasta que, lanzando un ronco alarido similar al de un jabalí lanceado, se deja caer aflojando toda su humanidad y vuelve a la postura de colgada con los brazos totalmente estirados y las piernas flectadas. Ahora si se ha desvanecido. Sus bufidos y lloriqueos han cesado. Después del esfuerzo sobrehumano que ha hecho al levantarse para poder respirar, su cuerpo se rinde. Volverá a despertar, eso lo sé, y volverá a desmayarse una y otra vez. La negra no está muerta, aún respira, con dificultad, pero lo hace. Sus costillas se mueven como las de un gatito durmiendo.
El muchacho que la observaba desde el matorral se atreve, ahora, a acercarse a ella. Os confieso con vergüenza, Señor, me provoca envidia en estos instantes aquella negra, quisiera que el mozo me mirara y se acercara a mi. Como veis, la vanidad y el orgullo, no me abandonan ni siquiera en estos atroces momentos ¡Oh Dios, como merezco este suplicio por mis pecados¡ El muchacho está a menos de un paso de la cruz de sufrimiento de la Nubia. Sé muy bien que le rendirá un homenaje, que se dará el gusto de tocar impune y gratuitamente a aquella mujer. Muchos hombres se enardecen de deseo por las curvas que contornean el cuerpo de las negras y su bronceada piel, mas no lo confiesan y dicen aborrecerlas por su fealdad y por parecer animales, demasiado aprendí de la poca verdad con que hablan viendo cómo se enloquecían con mi amiga Kupta en las orgías de Plinio. El muchacho no me tocará, no lo hará conmigo, no soy interesante para él y por eso envidio a esa Nubia. Me había cobrado interés en los primeros minutos de ser levantada en la cruz, cuando mi cuerpo temblaba y se retorcía haciendo mover mis redondeces y gemir por la angustia. Ahora ya no me muevo pues estoy al umbral de ser un cuerpo sin vida y los hombres desean la vida, todo aquello que borbotonea de vida como la carne y la fruta fresca, los toros salvajes, la miel silvestre, la leche recién salida de la ubres de la vaca, los caballos briosos, el jugo de la uva, el oro que imita al sol relumbrante que hace crecer los árboles y plantas.
Lentamente, el joven pasa un dedo por la parte baja de la espalda de la crucificada y va descendiendo hasta las nalgas. Al comprobar con el tacto lo curvo de las líneas se anima y con toda la palma sobajea las dos enormes caras de su moreno trasero. Luego incorpora la otra mano y explora las caderas; baja por sus fuertes muslos y vuelve a subir para introducirse en el abismo negro que está entre los glúteos de la negra que sigue desmayada. Estoy segura de que aquel muchacho no se atrevería a hacer eso ni con una esclava propia, mas lo hace aquí con la condenada; con nosotras siempre hay licencia para hacer ese tipo de cosas, he ahí la idea de este castigo; el joven sólo aprovecha su oportunidad y no la deja pasar.
Cuando me tenía frente a él con mis senos al aire, el maestro podría haber aprovechado su oportunidad; tenía una ventaja superior a la de este joven. Yo me habría dejado hacer con gusto, deseaba entregarme a él esa noche, ser suya y tener y sentir esa, su bondad, dentro de mí. El me seguía mirando a los ojos cuando dijo:
-Judit, llamada Claudia, no estáis sola como creéis, vuestros padres no vagan fuera del Seol y han estado contigo siempre a vuestro lado, desde el día en que vuestra casa fue quemada. Judit, llamada Claudia, vuestro amado padre se alegra cuando alegre estáis y se entristece cuando vos entristecéis. El desea que ya no sintáis pesado vuestro corazón y que dejéis atrás la angustia.
Un escalofrío invadió mis hombros y cubrí con vergüenza mis redondeces de mujer. Corrí, alejándome espantada. Tuve miedo ¿cómo podía saber el maestro de mi vida? Me sentí por vez primera, realmente desnuda y con frío. No dejé de correr y abandoné el campamento. Seguí el curso del arroyo hasta llegar a la playa y continué caminando en medio de la oscuridad en dirección a Cesarea hasta caer rendida por el cansancio.
CONTINUARÁ.

miércoles, 5 de mayo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 7)

"SUBASTA PÚBLICA."

Después de 6 meses llegó desde la ciudad de Tiro, Quinto Claudio, hermano de Plinio, a reclamar la herencia que le correspondía; mas las múltiples deudas de la finca, sumado a la posibilidad de contagio, hicieron a Quinto ordenar la quema de la casa y sus utensilios y vender en pública subasta todo el resto de la propiedad. Las 5 esclavas que quedábamos fuimos llevadas a un mercado de Cesarea, en la costa de La Palestina, para ser vendidas. Nuestro precio era muy bajo considerando que veníamos de Tiberíades, de una finca afectada por la peste y pocos se interesaron en adquirirnos.
Al cabo de tres días en que fuimos ofrecidas, Kupta y las otras fueron compradas por un comerciante Cretense, de paso por el puerto de Cesarea. Me despedí de mi amiga con lágrimas y nunca más la volví a ver. Yo quedé en el mercado a la espera de un nuevo Amo y transcurrieron otros tres días, lo que hizo que el comisionista estuviera de mal humor.
La subasta se hacía en el atrio de un templo al que llegaba la multitud no sólo a participar en las subastas, sino también a curiosear. Yo estaba encadenada, con argollas en los tobillos, muñecas y cuello; previamente se me había ordenado maquillar mis ojos y las areolas y pezones de mis senos, lo que me hizo pensar me ofrecerían desnuda a los postores, mas no fue así.
Transcurrió el tiempo y nadie atendió el ofrecimiento que de mi hacía el comisionista, lo que provocó su impaciencia. En un arranque de cólera, el hombre rasgó mi vestido dejando a la vista de la multitud mis voluminosos pechos desnudos. Entonces comprendí la razón de maquillar mis pezones con pintura egipcia. De inmediato los hombres aumentaron en número y el comisionista comenzó a destacar mis virtudes físicas. Me ordenó que debía mover los hombros a fin de que las tetas colgantes oscilaran. Traté de hacerlo, pero la vergüenza me paralizó, ante lo cual el hombre descargó un fustazo en mis redondeces y él mismo, propinándome manotazos, hizo que los pechos bambolearan acompasadamente. Las mujeres que pasaban por la calle se tapaban la cara por la vergüenza ajena lo que hizo ruborizarme y sentir suma humillación.

La turba de hombres comenzó a gritar groserías y yo cerré los ojos, mas cuando el vocerío fue en aumento, debo deciros, mi Señor, que dicho rumor de machos deseosos me gustó. Me sentí admirada y por sobre esa multitud como si estuviera en una jerarquía superior a todos ellos y sobre todo, a aquellas mujeres que me miraban avergonzadas. La brisa que sentí en la piel de mis pechos fue como la confirmación de que era una reina para esos hombres. No supe ver que ese era un regalo del enemigo, del cual pronto vos volveríais a ponerme en alerta.

Cuando ya las manos comenzaban de nuevo a ofrecer posturas, alguien previno a los postores de que yo venía de una finca de Galilea en que la totalidad de sus esclavos, junto a los amos, habían muerto por la peste. El entusiasmo declinó al instante, pero los hombres no se movieron y continuaron mirándome, lo que enfureció en grado sumo al comisionista que me abofeteó en las mejillas llamándome esclava apestosa.

Un hombre gordo y moreno levantó su mano y ofreció un precio. Pude oír que era el dueño de un lenocinio. No hubo otra postura. Aquel hombre estaba a punto de llevarme cuando la plaza se volvió a llenar de gente. Otra turba de mujeres y hombres pasaba por la calle encabezada por un hombre seguido de otros que parecían ser sus amigos cercanos. Todos les habrían paso con respeto. Esa otra multitud casi no se percataba de la subasta que se estaba dando en el atrio, distrayendo la atención de los postores y curiosos y, por unos segundos, yo y mis pechos fuimos olvidados. La turba advenediza siguió marchando por la calle hasta que se detuvo de improviso. El hombre que la lideraba se paró mirando al suelo, giró su cabeza y observó derecho hacia donde yo estaba; se quedó así unos segundos y luego le dijo algo al oído a uno que tenía a su lado, este se abrió paso entre la multitud expectante hasta llegar a los pies del atrio y preguntó al comisionista de qué se trataba mi exposición pública. Cuando fue satisfecha su pregunta volvió donde el otro hombre y le habló al oído; entonces hubo un revuelo entre la gente. Comenzó a recolectar monedas hasta llenar un pequeño saquito, volvió de nuevo al atrio y dijo al comisionista:

-mi nombre es Judas Iscariote y compro a esta esclava de busto prominente.
Le arrojó el saquito con monedas de plata y me tomó de las cadenas, bajándome del atrio. Mi nuevo Amo Judas cubrió la desnudez de mi torso con una manta que él llevaba sobre el hombro y me mandó que lo siguiera. Aquel fue el primer encuentro con mi maestro y una más de vuestras señales, Adonay.

CONTINUARÁ.