miércoles, 28 de julio de 2010

MÓNICA.

Por culpa de Mónica le habían dado de correazos a su hermanita de seis años. Para vengarla, arrojó a Mónica al lodazal del fondo de la quebrada y la llamó "infeliz". Mónica no supo qué le dolió más: si la paliza que le dieron por llegar a la casa con la ropa negra de lodo o que ÉL, precisamente él, la llamara "infeliz". Al día siguiente Mónica le dijo a él ,
-dios te va a castigar por lo que me dijiste.
Dos años después, él queda sin papá; un cáncer fulminante se lo llevó en el verano. Hay un momento durante el funeral en que a ÉL le da un ataque de llanto; es en ese preciso instante, cuando Mónica busca con sus ojos su mirada llorosa y al encontrarla sonríe malignamente, él detiene su llanto y un sudor helado le recorre el cuerpo junto a una sensación en que se mezcla el dolor, la derrota total y el miedo; sostiene la mirada dos segundos, luego mira para otro lado.

Han pasado 13 años desde aquel funeral; él camina por el centro de la ciudad, tiene la barba y la cabellera larga y negrísima....se siente bello y lleno de energía. A la vuelta de una esquina se topa de frente con Mónica (en esos trece años no ha sabido nada de ella); ya es una mujer y va con un bebé bastardo en brazos; él la mira directo a los ojos, ella baja la vista, él la encuentra fea y despreciable, por un segundo ella piensa que él la saludará, él sigue de largo como si nada. El resto de ese día, Mónica se sentirá triste, malvada e infeliz.

miércoles, 14 de julio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 16 y final)

“LA CITA CON CLAUDIA.”


La única entrevista que había tenido con Claudia había sido fría, de eso ya había transcurrido un año. En esa oportunidad me pareció una mina displicente, sin interés por mí; me había defraudado. Nada era concordante con lo que me había imaginado. Desde esa fecha no me había escrito y eso que yo le había enviado innumerables mails. Ahora, cuando ya me había olvidado de ella, aparece un día en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, un mensaje suyo que adjuntaba un archivo; era el cuento de la crucifixión de Judit-Claudia. Como no me gusta leer de la pantalla, había imprimido esa larga historia y me la había puesto a leer en la noche. Era un cuento truculento, morboso, a veces tedioso, cruel, pero que me había gustado. Junto al archivo, Claudia, “la dolorosa”, me pedía vernos en la cafetería de la vez anterior. Yo acepté, cómo no.
Ella llegó atrasada. No había cambiado mucho desde la última vez. Su pelo largo, oscuro, bonito, que hacía contraste con su rostro blanco. Llevaba unos lentes ahumados y redondos a lo Jhon Lennon y un vestido que le llegaba a los tobillos, medio hippie; digo "medio" porque era ajustado a nivel de la cintura, lo que lograba resaltar su enorme culo, y muy escotado, sin complejos por su gigantomastía y brazos llenitos. Los tobillos, que dejaban ver sus sandalias, me hicieron pensar en el personaje de Judit. Venía fumando un cigarro de menta y sonreía. Nos saludamos y conversamos un momento sobre algunas cosas sin importancia, luego me dijo que había escrito el cuento de "Judit-Claudia" a los 19 años, cuando estaba en el convento haciendo el noviciado. Me preguntó si me había gustado.

-Sí, me gustó.
-¿te calentó?
-Sí.
-¿Cuántas pajas te hiciste?
- Sólo una.
-¿sólo una?, entonces no te gustó tanto.
-bueno, ya no soy tan joven, mi rendimiento baja.

Reímos y me ofreció de sus cigarros de menta. Con el humo verde me relajé.

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Al entrar al noviciado la inquietud masoquista me seguía apremiando. No sé por qué entré al convento ya que siempre tuve claro que una calentona como yo no podía llegar a ser monja. Estuve prácticamente un año con las hermanas. Me fue bien, fui valorada, estudiaba y no causaba problemas. Pero mi morbosa sensualidad un día explotó. De todos los rollos que me imaginaba nació el relato de "Judit-Claudia crucificada", que viene a reunir mis más íntimos y “retorcidos” deseos; tú, ya los conoces. Jajajajajaja ¡ay¡ como me gusta esa palabra, "retorcido", mmmm jajajaja.
Cuando terminé de escribirlo, lo leía una y otra vez; lo corregí y recorregí, lo adornaba e, incluso, hice unos dibujitos de él. Yo encontraba que me había quedado "monono", y me masturbaba en las noches después de leer algunos pasajes. Sí, me masturbaba dentro del convento. Ahora que lo veo, creo que me producía morbo hacerlo en ese lugar, pero también mucha culpa. Un día, hice "la loca" y me afeité la cabeza y, de rodillas, estuve rezando en el patio toda la noche frente a una imagen de la virgen, para mortificarme y, según yo, expiar mi culpa por ceder a las tentaciones oscuras de Satán. En el fondo, era para llamar la atención y ver qué pasaba; es decir, era uno más de los "experimentos" que siempre me gusta hacer.
Al amanecer, yo seguía como huevona casi cayéndome de sueño en el patio, con frío y arrodillada frente a la madre de Dios y pelada al rape, figúrate. Mis compañeras avisaron a la superiora, la que me mandó a llamar. Hablamos largo y tendido. Le dije que había cometido un pecado horrible, que se refería a mi cuerpo, pero que no se lo contaría ya que era algo muy oscuro. La señora se asustó y mandó a que descansara. A mediodía llegó el padre Alberto, un cura jesuita que iba al convento a hacer misas y a confesar a las novicias. Pidió hablar conmigo. Me dijo que la superiora estaba preocupada por mí y que me creía enferma, y que qué podía responder yo a eso. Entonces le conté que era una pecadora. Pensé en confesarme en ese momento y dar cuenta de todas mis retorcidas fantasías de masoca; tenía que decírselo a alguien, pero una idea, también morbosa, se me pasó por la mente. Le propuse que me confesara después de dos días, pero antes, él debía leer mi cuento de Judit-Claudia. Le expliqué que era extenso y que debía leerlo tranquilo. Así que le pasé una copia del texto y esperé. Evidentemente, yo, ya había decidido salirme de monja y todo eso era innecesario, pero este era otro de mis "experimentos". Quería ver al cura horrorizado de mí, condenándome y tratándome como una pecadora infecta. Deseaba que me hiciera llorar y que me expulsaran, algo así como deshonrosamente, del convento.
A los dos días el padre Alberto llegó y hablamos. Me preguntó, muy tranquilo, si aparte de ese pecado tenía otro. Yo lo pensé y le dije no, mintiendo. El pecado que me faltaba confesar era el no haber sido sincera y ser medio sádica al jugar con la inocencia de las monjas. Ese cura era demasiado inteligente. Dijo que me absolvía de todo y que me rezara tres padre nuestros a modo de penitencia.

-¿Sólo eso?- le pregunté.
-¿esperas algo más?

Entonces sí que sentí culpa. Le pedí reales disculpas, de corazón. Le confesé que tenía esa "mi inquietud sado-erótica", y que ansiaba contársela a alguien y entonces había ideado esa forma. Me dijo que él no era tonto y que no lo tratara como tal. Entendía que yo deseaba verlo horrorizado y rasgando vestiduras como un fariseo, pero no lo iba a hacer.

-Además, tu cuento es latoso y aburrido, y sé que ya has decidido salirte de novicia. Pero antes de que te vayas me gustaría que visitaras a un amigo mío que es psicólogo, toma su tarjeta. Cuéntale a él esa "tu inquietud".

El cura Alberto me dejó como una tonta, pero lo admiré, era muy "capo" el hombre. Antes de terminar nuestra conversa, me preguntó que qué haría en la vida después de salir del convento. Le respondí que pensaba estudiar pedagogía básica en la Universidad ya que me encantaban los niños. Me dio un beso en la mejilla y se despidió, deseándome buena suerte.

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-¿Entonces, de ahí la raíz religiosa de tu cuento?- le pregunté.
-Más o menos- me respondió Claudia.
-en realidad, la religión es un pretexto. Dime algo, Cristián ¿cuántas veces lo has leído?
-Dos.
-y ¿qué partes te han gustado más?
-Hay varias. Esa cuando Judit crucificada se ve a si misma como una diosa en un altar de dolor, cuando es azotada empelotas en la columna, cuando la clavan al madero y, obviamente, la parte del joven que la consuela al final.
-jajajajaja, sabía que esa parte final te gustaría.

Al decir eso, Claudia me tomó la mano. Estaba muy dada a sonreír, algo poco común en ella.

-Hay otra cosa que me gustó- dije.
-¿qué?-
-el hecho de que Judit fuera una tetona-

Ambos reímos.

-Cristián, sé que te gusta este tema, que te excitas con él. Sé, también, que llevas meses buscando; yo llevo años. He leído tu blog, algunos de tus cuentos y descubrí que también estás inscrito en sitios de internet sobre esto de la crucifixión femenina.
-¿me estai espiando?
-Bueno, no es exactamente un espionaje. Digamos que es una "investigación", jajaja. Cristián, he buscado tanto y sé que tú eres la persona.
-¿que yo soy la "persona"?
-Sí, podemos realizar nuestros sueños, deseo ser crucificada. Sé que vos también alucinai con eso.
-¿tanto sabes de mí?
-bueno, es una corazonada, por ejemplo: te hice un seguimiento por la red y descubrí que buscas películas fetichistas de minas castigadas con la crucifixión. Sentimos lo mismo, Cristián.

Al decir eso, Claudia apretó ansiosamente mi mano.

-Mírame a los ojos y dime si no es verdad todo lo que te estoy diciendo.

-Sí, es verdad- repliqué.
-y hay más; es cierto que busco desde hace meses, pero es desde la infancia que me paso "rollos" con la cruz.
-¿Ves? tengo razón, somos tal para cual, Cristián.
-Sí, pero el asunto es difícil; hay que disponer de un lugar adecuado y tranquilo, maderas para construir la cruz y ver lo de las correas o amarras.
-buscaremos el lugar. Se te olvida el látigo y los clavos.
-¿clavos?
-claro.
-¿bromeas?
-No. Después de ser crucificada con correas o amarras, quiero serlo con clavos y que mi cuerpo se "retuerza" por el dolor, jajajaja.
-estás bromeando.
-no, no lo estoy.
-pero eso es arriesgado.
-lo hacen en las Filipinas para semana santa.
-sí, pero se trata de clavos especiales y están con un paramédico al lado. Además no es como lo hacían los romanos, las personas no están desnudas ni suspendidas.
-jajaja, sí, lo sé, por eso es que no deseo ir a las Filipinas. Yo deseo ser crucificada por ti y para ti, deseo estar desnuda en ese suplicio para ti, que me contemples en mi dolor, quiero dártelo de regalo, Cristián, mi Cristián.

En forma casi automática, al escuchar esas palabras de labios de la Claudia, el miembro se me erectó.

-Yo no haré eso. Es delito, delito de lesiones sancionado con pena de cárcel, eso sin contar con posibles infecciones como tétano, gangrena o alguna otra mierda que se te pueda meter en las heridas. No soy delincuente ni estoy loco, Claudia.
-¡que cobarde eres¡ y también hipócrita porque te gustaría hacerme eso, te calentai imaginándote que me torturan.

Me levanté al instante de la mesa y le dije,

-Búscate otro huevón, ve al bar "X", allí encontrarás a otros más "valientes" que yo, y con más carácter y podrás así satisfacer tus caprichos. Chao, Claudia, un gustazo haberte conocido.

Pagué mi café y salí de allí. Di vuelta a la esquina y caminé acelerado hasta el parque Forestal. Cuando llegué allí me calmé y seguí mi rumbo caminando encima del césped en dirección al centro, lentamente. La Claudia me había seguido. Corría detrás de mi como desesperada, llamándome a viva voz.

-Cristián, Cristián, por favor, Cristián, espera. No me dejes así, sé que eres la persona, ya tengo 32 años, he buscado mucho y nadie encaja conmigo, sólo tú eres esa persona.
-tampoco soy esa persona, Claudia. No tengo pasta de "Amo" ni de dominante, soy demasiado cobarde, tú lo dijiste. Busca por otro lado, búscate otro hueón.
-ya lo hice, eres tú, lo presiento. Sé lo que te angustia, sé de tu melancolía, démonos una oportunidad.
-déjame, loca de mierda.

Yo seguí caminando, verdaderamente molesto, pero Claudia se me adelantó y me obstruyó el paso.
-Por favor, Cristián. Podrás hacerme lo que quieras, podrás hacerme de todo: seré tu puta, podrás cachetearme, meterme la mano donde se te plazca, humillarme, mearte sobre mi, beberé tu orina, háceme gritar, crucifícame, CRUCIFÍCAME.
-CHAOOOOOOOO, Claudia.
-NOOOOO, llámame vaca, yegua, háceme fisting; si tú lo quieres puedo relinchar, mugir como vaca, imitar a una lombriz, seré una gusana, haré la cerda. Háceme subir el Cerro San Cristóbal corriendo, ríete de mi gordura, seré tu esclava para todo servicio, podrás culearme cuando sea tu capricho o si quieres conviérteme en tu muñeca marioneta, o cuélgame de las tetas.

Seguí mi camino aparentando indiferencia. Unos pasos más allá me volví y vi a la Claudia arrodillada en el pasto, llorando y abrazada a sí misma como entumecida. Cuando me acerqué, unas gruesas lágrimas corrían por su cara; sus párpados estaban cerrados. La tuve a mis pies; me miró hacia arriba con los ojos rojos. Se seguía abrazando ella misma con lo que apelotonaba sus enormes ubres de vaca.

-¿así que quieres que te humille, mierda, loca enferma?

Miré a todos lados para ver si estaban mirando y luego la tomé del pelo, levantándola. La "zamarrié" un poco y le apreté las mejillas haciendo que su boquita se transformara en un diminuto ocho.

-¿por qué no vas donde el psicólogo que te recomendó ese cura? mina estúpida, bruja manipuladora- le dije y le pegué una bofetada en la mejilla. Le seguían corriendo gruesas lágrimas, no dijo nada y cerró los ojos como dormida suspirando por la boca entreabierta. Cuando ya no pude contenerme, me subió una ternura animal, le comencé a lamer las lágrimas como si fuera un perro salvaje, a sobarle las tetas y a meter mi lengua en su boca la que sabía a cigarros de menta. Su cabello olía a shampoo de algas marinas y la piel a colonia para bebes.
Del parque Forestal nos fuimos a uno de los tantos moteles que abundan en el centro y pasamos toda la tarde entremedio de besos, lamidos y otras cosas que no incluyeron opresiones ni sometimientos. Como ambos somos unos menesterosos y se nos hizo poco el tiempo, apenas pudimos pagar entre los dos el motel, reuniendo peso a peso el dinero. Me quedé sin plata para la locomoción de modo que me vi obligado a caminar hasta mi casa lo que aproveché para pensar en lo que había pasado esa tarde. Concluí dos cosas: cotizaré precios de maderas, cuerdas y de látigos; también de clavos; y desde ahora usaré Shampoo de algas marinas, colonia para bebes y fumaré cigarros de menta.
FIN.

jueves, 8 de julio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 15).

"CRUCIFIXIÓN".
Cuando los soldados desmontaron de sus caballos, la angustia se apoderó de improviso de mi ser, la serenidad se esfumó y comencé a llorar frenética, haciendo berrinche como una niña pequeña.

-Piedad, no me hagáis esto por favor.

Los soldados me tomaron de los brazos. Inútilmente traté de huir. Me abofetearon, pero yo seguía con mis chillidos desesperados. El terror volvía a aparecer. El ataque terminó con un puñetazo que uno de los soldados me dio en el vientre seguido de otro en la espalda. Quedé sin aliento y arrodillada en el suelo.
Prepararon el patíbulo; me pusieron de bruces (boca abajo) sobre él, en el suelo, extendieron mis brazos atándolos al madero y me arrancaron los andrajos que me cubrían dejándome, otra vez, completamente desnuda. Iban a comenzar a clavar las muñecas cuando uno de ellos dijo, alto; el soldado se montó encima de mi espalda y me sodomizó. Cuando hubo terminado volvieron a poner la punta del largo clavo sobre la muñeca. Hubo otro "alto". Alguien recordó a los demás que las órdenes eran crucificarme de espalda, como a los hombres, y no de pecho como comúnmente lo hacen con las mujeres. Todas aquellas dilaciones eran, en sí, una tortura para mí.
Fui volteada y mi espalda puesta sobre el patíbulo. Miré el cielo, estaba claro y era cruzado por los buitres que siempre volaban sobre el basural. Ellos ya sabían que pronto habría otro cadáver para comer.
El mismo que me había sodomizado, agarró mis tetas y con ellas aprisionó su miembro viril, restregando hasta derramar su semilla viscosa y blanca sobre ellas y mi cara. Yo sólo deseaba que todo acabara pronto. Nuevamente miré el cielo, vuestra casa, mi Dios.
Cuando el primer clavo horadó mi muñeca, fui poseída por la locura. El cielo se volvió un caos furioso; como si fuera una endemoniada mi cuerpo se arqueaba en el suelo involuntariamente como si ya no fuera mío. El dolor no sólo era en la muñeca clavada sino que recorría todo el brazo hasta el hombro y el sobaco, y de allí parecía invadir mi cabeza y avanzar por la espina. No paraba de chillar. Luego fue lo mismo con la otra muñeca, y ya el dolor se extendió por la totalidad de mi espalda. Mi sudor manó helado y todo fue oscuridad. Un relámpago me hizo volver y otra vez ví el cielo limpio. Reanudé mis chillidos. Estaban clavando bajo mis tobillos, un talón después del otro para alargar el sufrimiento. El dolor era aun peor que cuando me habían atravesado las muñecas y avanzaba desde el pie, por la canilla, hasta la rodilla. De nuevo ese sudor helado. Abrí los ojos hasta el límite tratando de escapar del sufrimiento, pero era imposible. Mis dos pies quedaron atravesados por larguísimos clavos y la calidez de la sangre los invadió. Otra vez oscuridad. Volví a despertar. Me estaban izando en el tronco que hacía de stepe con cuerdas atadas al patíbulo y que habían pasado por debajo de mis sobacos. Cualquier movimiento de mi cuerpo que los soldados que me sostenían provocaran, aunque fuera uno pequeño, significaba un espantoso ataque de dolor que no cesaba.
Cuando hubieron fijado el patíbulo y la cruz estuvo hecha, y quitaron las cuerdas de mis sobacos, colgué por unos segundos sólo de mis muñecas clavadas. Pensé que mis manos serían arrancadas, mas eso duró poco. Los soldados, levantándome del culo, lo sentaron en una pequeña protuberancia que sobresalía del stepe. El último hueso de la espina se apoyaba en esa saliente. Todavía, sosteniéndome cuidadosamente, doblaron mis piernas para luego clavetear los talones al madero. Cada golpe que daba el martillo, me arrancaba un horroroso grito y me hacía pensar que pedazos de mi cuerpo caerían al suelo.
Al terminar de clavar mi segundo pie, ya no tenía voz y tan sólo exhalaba algo parecido a un ahogo. Otra vez la oscuridad.
Las azules aguas del mar de Galilea aparecieron ante mi vista. El sol refulgía y se reflejaba en ellas. La sensación de que mi pierna se partía al nivel de la rodilla me trajo, otra vez, a este basural. Berreando, crispé las mandíbulas mientras la baba se me escapaba de la comisura de los labios; un soldado, para divertirse, me había tan sólo tocado con su mano, la rodilla.
-¡Que delicada sois, señora¡, sólo toco vuestra pierna y os fastidiáis, jajajajaja.
Acto seguido, tocó mi brazo izquierdo y sucedió lo mismo que antes. Cualquier movimiento que mi cuerpo hiciera, por mínimo que fuera, me producía un estremecimiento. Otra vez volvió a tocar y otra y otra, hasta que, con una lanza, golpeó mis pies clavados. Volví a gritar ronco y dije,
-No hagáis eso, es demasiado dolor ¿Por qué sois tan cruel?, ¡OH DIOS¡ ¿POR QUÉEEEEEEEE?
-Sucia ramera, ¿os atrevéis a dar órdenes? ¿Todavía no aprendéis la humildad, puta?
El soldado estrujó mis tetas y dio pequeños golpes en las piernas que me hundieron en el desvanecimiento. Cuando abrí los ojos, mi cabeza estaba inclinada. Lo primero que vi fue la sangre que chorreaba de mis tobillos y se derramaba por el suelo. Un hilo de esa misma sangre venía bajando por mi brazo; llegó a mi sobaco y continuó su trayecto por las costillas; no podía verla, pero sentía en mi piel su calidez. Unos caminantes se quedaron mirándome. Una mujer crucificada de espalda llamaba su atención y, por supuesto, la exhibición de mi desnudez.
El peso del cuerpo lo recibía mi culo sentado en la protuberancia del stepe y en mis tobillos clavados. El alineamiento de mi espalda con el stepe, me hacía soportar mejor el dolor, pero eso no significaba un gran descanso. El dolor iba siempre creciendo.
¿Cuánto tiempo había transcurrido?, no lo sabía, pero no era demasiado, aunque parezcan años los del suplicio. El dolor en mis pies y piernas, y la incomodidad, iban a la par con la agitación que experimentaba. Me sentía más cansada cada vez, ya no entraba aire a mis pulmones. La incomodidad me impedía respirar satisfactoriamente, se volvía desesperante. Los curiosos no se movían, pronto sabría lo que estaban esperando.
Comencé a abrir la boca y las aletas de la nariz, mas el aire no era suficiente; no podía estirarme, me volvía loca; debía acomodarme. No había descanso ni salida, una y otra vez el sufrimiento. Intenté pararme, pero sólo conseguí dar un alarido. Me ahogaba. Mis estertores se volvían más rápidos e incontrolables. Mi pecho subía y bajaba violentamente y lo mismo mi vientre. Conforme esto pasaba, los observadores comenzaban a sonreír y a poner esos ojos que conocía tan bien; los ojos de la lujuria. Esperaban este momento, el momento en que mi cuerpo desnudo y flagelado se retorciera tratando de buscar la comodidad para no asfixiarme. Volvía a ser la reina, la diosa de la lujuria y mis devotos venían a ofrendarme en este altar de dolor.
Como ya no podía soportar más, decidí vivir el horrible dolor que significaba el hecho de levantarme sobre mis piernas teniendo los pies clavados al tronco. Prefería eso a ahogarme. Lancé un aullido y me ayudé con los brazos acalambrándoseme los dedos desde la yema hasta mis hombros, pasando por la espalda y cuello. Subí lo más que pude, babeando, resoplando y creyendo que la frente me reventaría.
-¡DIOS¡, ¿POR QUÉ ME HACÉIS ESTO?, PREFIERO SER LA PUTA DE BELZEBÚ, AYUDADME, BELZEBÚ, POR FAVOR, QUITADME ESTE SUPLICIO- Grité.
Mis palabras hicieron reír a carcajadas a los soldados, mas yo seguí subiendo apoyándome en mis atravesados pies y manos y pude, finalmente, llenar de aire mis pulmones y conseguir un poco de alivio, hasta que el calambre en mis brazos y piernas se hizo insufrible y volví a caer flectando las piernas; mas al caer, un nuevo remezón en las manos y pies clavados me hizo gritar y orinar delante de todos, para mi vergüenza. Ese sudor helado me inundó otra vez y las burlas de los hombres me parecieron estar a mucha distancia de mí. Me vino el sopor, esa tregua bendita que significaba el desmayo. Otra vez la asfixia me hizo despertar y sentir la garganta seca. Supliqué por agua y los soldados llenaron un ánfora con las orinas del caballo y me la ofrecieron. Con un gesto de asco lo rechacé. Ellos dijeron, entre risas, que después suplicaría por ella.
Otra vez hube de levantarme, retorciendo mi sudado cuerpo para respirar y al caer, desmayé. No sé cuántas veces hube de repetir el interminable tormento. Mi cuerpo temblaba y era presa de un calor y frío abrasadores, ambas sensaciones convivían y me atormentaban juntas e implacablemente. Un chiste de un observador hizo percatarme de que había liberado heces, lo que me indujo llanto por mi desdicha y humillación.
Os pedí, mi Dios, os pedí perdón por la blasfemia que había pronunciado sobre Belzebú. Él no me había ayudado, es más, él es el guía que me condujo hasta arriba de este madero. No quiero ser su puta, la puta del enemigo, sólo fui la puta de hombres.
-Un poco de agua, tened piedad de mi- rogaba, pero nadie me satisfacía.
El muchacho que ahora se solaza con las negras crucificadas a mi lado, había llegado y se había escondido detrás del matorral, para tocarse el sexo mientras observaba mis movimientos desesperados. El sol estaba encegueciéndome y caía implacable sobre mi cabeza desnuda. Ya no podía con la sed y rogué a gritos que me dieran de beber la apestosa orina del caballo. Los soldados no accedieron y yo tuve un ataque convulsivo de llanto y súplicas que, al parecer, gustó mucho al muchacho del matorral ya que abría desmesuradamente los ojos y se pasaba la lengua por sus labios; el bamboleo de mis tetas y vientre lo tenían embobado. Finalmente, los soldados me dieron tres ánforas llenas de ese líquido asqueroso que me dejó tranquila por un tiempo hasta que la sed se volvió más horrible aun, provocándome delirios de endemoniada. Os oraba a gritos, Adonay, veía a mi padre en la cruz y a Aulo reírse de mí.
Las carcajadas no paraban y yo sólo pedía la muerte. Lo que me parecían días eran, en realidad, minutos. Los soldados se fueron, cansados de ser crueles, así también los caminantes y lascivos curiosos. El único que sigue aquí es aquel muchacho; 17 o 18 años será su edad, la edad que yo tenía cuando comencé a vivir el desenfreno en la casa de Plinio Claudio.
Somos tres mujeres crucificadas, las dos hermanas Nubias y yo, y el joven fisgón tiene a tres agónicos cuerpos desnudos a su disposición, para hacerles lo que él desee con total impunidad y sin vergüenzas. Sin embargo él parece preferir a las dos negras. No lo culpo, sus cuerpos son todavía vitales comparados con el mío; ellas aun se quejan, se retuercen y gimen por el tormento. Yo, ya no siento dolor, no siento mis brazos ni tampoco mis piernas, es como si no las tuviera; no puedo moverme ni siquiera un poco, los cuervos están prestos a lanzarse sobre mis ojos; mis párpados y boca están a medio abrir y creo que así se quedarán después de muerta. Mi piel está quemada por el sol, mis heridas resecas, mis tetas maltratadas, debo emanar un hedor apestoso, estoy feaaaa ¡Oh, mi Dios¡, ya no valgo, el joven no me mira; quisiera llorar y no puedo. Muchacho, mírame sólo un instante.
Después de acariciar con insistencia el culo y el sexo de las hermanas negras, el muchacho se acerca a mí. Está a mi lado, ¿qué desea? ¿se reirá de mi?, ¿de mi rapada cabeza? ¿de mi desdicha y abandono, de mi orgullo derrotado, como yo una vez me reí de un hombre en esta misma situación? Ahí viene el muchacho.
El joven toca mi flor de una manera tenue, pasa suavemente su mano por la mata negra de pelos que recubre la hendidura de mi vergüenza; soba mi latigado y enrojecido vientre, sube hasta mis tetas, toca las areolas y pezones, acaricia con el dorso mi piel quemada, una y otra vez, reconcentrado y sin perder la delicadeza, soba mis pechos. Se agacha; lo tengo a mis pies. Con mucho cuidado, para que no me duela, palpa con sus dedos mis tobillos atravesados, mi empeine, mis propios dedos. Parece conmovido y no importarle mancharse con mi sangre. ¿Quién sois, muchacho? Se aleja del lugar (no os vayáis); va a buscar una piedra grande sobre la cual se sube para ganar altura, quedando su cara al nivel de mi rostro. De su morral extrae un odre y derrama la fría agua sobre mi quemada cabeza. Lo pone en mi boca y me da a beber, Galilea viene hacia mí con su azul humedad. Casi no tengo fuerzas para tragar, mas él me ayuda con cuidado y dedicación. Rasga una parte de su pobre túnica y la moja para pasármela por la frente; recorre las mejillas y el cuello; la pasa por cada una de las marcas dejadas por los azotes en mis pechos y vientre y también por mis muslos. Sus dedos acarician tiernamente mi rostro, me vuelvo a sentir hermosa y de mi ojo derecho se derrama una lágrima solitaria. Con un beso rozante toca mis pezones, sube por el cuello y la mandíbula, hasta llegar finalmente a mi boca. Sus labios tocan los míos. No puedo responder a su beso, ya no soy dueña de mis movimientos; trato de mirarlo a los ojos y explicárselo. Él vuelve a besarme en los labios y dice,
-No os preocupéis, ahora descansa, Claudia. Todo pronto va a pasar- mas, con un esfuerzo inmenso, logro sacar una palabra que susurra,
-GRACIAAASSSSSSSSSSS.
El sol se vuelve refulgente sobre las aguas del mar de Galilea y el viento acaricia mi larga y vigorosa cabellera, ensortijada y negra como la de mi madre y mi padre.
CONTINUARÁ.

viernes, 2 de julio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 14).

"ESCARNIO Y HUMILLACIÓN".

Después de un largo rato, la postura de ovillo en el suelo me incomodó. No podía estirarme a no ser que me pusiera de pie; la estrechez del foso, y mis dolores, me lo impidieron. Me acordé de la historia de José que una vez me contó mi padre; sus celosos hermanos lo habían arrojado en un pozo, desnudo y él hubo de pasar toda una noche en el fondo, arrollado como un ovillo. ¿No sería aquella historia de infancia otro de vuestros anuncios, Adonay?.
Cuando la incomodidad me resultó insoportable, hice un supremo esfuerzo y me puse de pie. Estaba muy débil, mas tanta era la angostura de ese foso que era imposible caerme. Ya no sentía el mareo. Otra vez Viriato, mi verdugo, tenía razón; la estadía en ese lugar oscuro me había hecho descansar y recuperarme de la azotaina; pero el largo rato de pie en un mismo lugar también me incomodó y volví al suelo, arrollada. Cerré los ojos e intenté dormir; un tirón en mi pie encadenado me hizo abrirlos. Nuevamente estaba colgando cabeza abajo y el fondo del foso se fue alejando rápidamente. Al llegar arriba, el aire me pareció fresco y respiré aliviada. Me bajaron y un par de soldados comenzó a darme una lluvia de bofetadas.
-Habéis descansado demasiado y eso no es bueno- me dijeron. Recibí golpes y apretones en los pechos así como en el vientre. Me arrojaron al suelo y fui pateada despiadadamente. Otra vez mi llanto afloró. Con una mano apretada en mi garganta, Viriato me dijo,

-Hay 14 soldados en este lugar, a cada uno de ellos chupareis su sexo hasta hacerlo derramar y beberéis sus simientes sin perder ni una sola gota. Sino lo hacéis así, con mi daga os cortaré la nariz y os arrancaré los dientes uno por uno.

La perspectiva de vivir los últimos y dolorosos momentos de mi vida con fealdad, me aterrorizó; entonces me puse de rodillas y comenzó la humillación.
Probé el falo de los catorce soldados. Ya antes había hecho lo mismo con infinidad de hombres y sabía cómo hacerlo, mas ahora estaba sometida y doblegada. Soporté con resignación el hedor que de algunos emanaba. Al terminar dicho escarnio, Viriato me tomó y metió mi cabeza y manos en un cepo en el cual quedé aprisionada y en una postura inclinada, con la frente hacia el suelo. Ahora la soldadesca principió la violación de mis orificios. Todos fueron turnándose, haciendo una fila detrás de mi trasero. Algunos introducían su falo en mi flor, otros lo hacían en mi cloaca. Algunos demoraban mucho tiempo, otros casi nada. Cuando terminó el último, mi sexo y culo estaban adoloridos y por mis nalgas y piernas sentía el calor de las simientes que chorreaban hacia abajo. Viriato cerró esta etapa violándome con furiosas embestidas. Cuando terminó agregó 10 azotes en el trasero y atrás de mis muslos, los que cayeron sobre mis anteriores heridas, reavivándolas. Mis lágrimas saltaban y lanzaba hipos entremedio de los sollozos; luego jaló fuertemente de mis cabellos y preguntó,

-¿Por qué lloráis?, ¿no os gusta?, ¿no sois lujuriosa?, ¿no os gusta que los hombres os deseen?, ¿por qué lloráis entonces?. ¡Aaaah¡ entiendo, no ha sido suficiente.

Entonces, volviendo atrás y separando mis piernas, metió sus dedos en el agujero de mi sexo. Dos dedos, luego tres, cuatro dedos, hasta que empujando con la fuerza propia del brazo de un legionario, introdujo toda su enorme manaza hasta la muñeca dentro de mi matriz. Exhalé un grito agudo, sintiendo que me dividía por la mitad.

-¡AAAAAAAH¡ Piedad, Viriato ¡por Dios¡, ya no quiero esto, no sigáis- él respondió,
-os seguís quejando, veo que aún no es suficiente, ¿queréis más aún?

Dicho esto, sentí que las paredes de la matriz se estiraban más todavía, hinchando mi bajo vientre. Viriato había empuñado su mano dentro de mí, la revolvía y agitaba y seguía hundiéndola en mis entrañas. Cuando extrajo su mano, lo hizo sin dejar de empuñarla y la limpió con mi larga cabellera.

-Vuestra matriz está llena de inmundicia, golfa- luego continuó diciendo,
-sé que aún os sientes bella y, lo reconozco, lo sois; pero no iréis a la cruz así. Os afearé, mas soy considerado con vos y os daré a elegir entre tres alternativas: os cortaré la nariz con mi daga, os cortaré las orejas y marcaré vuestra frente con un hierro candente o cortaré vuestra hermosa cabellera. Elegid, Claudia, de entre las tres.

Convencida estoy ahora de que Viriato era vuestro instrumento, Adonay, para castigarme. Supo herirme dónde más sufría mi corazón, y mi debilidad era ciertamente la vanidad.
Elegí el corte de mi largo cabello hermoso y del cual estaba tan orgullosa.
Sin sacar el cepo de mi cuello, me inmovilizaron completamente la cabeza con una prensa accionada por una palanca que un soldado iba girando. Mis sienes fueron apretadas hasta un nivel que creí mi cabeza reventaría. Cuando grité por la presión, el soldado paró de girar. Con su daga, Viriato, fue cortando mi ensortijado pelo como si fuera maleza del campo. Veía como caía al suelo mi otrora frondoso motivo de orgullo y comencé a llorar copiosamente. Esa visión dolía mi corazón más que todas mis anteriores humillaciones. Había sido despojada de mis esclavos, riquezas, ropas, orgullo y ahora, era despojada de mi hermosura. No era dueña de nada salvo del dolor que me acosaba sin darme descanso. Había sido más feliz de esclava que ahora. Pronto se me despojaría de mi vida de una manera lenta y afrentosa.
Cuando la daga ya no pudo cortar, mi tristeza creció al ver que era afeitada de la cabeza. ¡Por Dios, que horrible luciría¡ Mis incesantes sollozos provocaban estremecimientos en mi cuerpo salvo la cabeza fijada por la prensa; dichos movimientos estimulaban a los soldados que metían sus manos por mis intimidades y sobajeaban mi vientre y trasero. Cuando terminaron de pelarme y me soltaron de la prensa y cepo, la frescura invadió mi cabeza desnuda. Me volví pudorosa, bajé la mirada humillada y con vergüenza, procuraba taparme con las manos el sexo y los pechos, a lo que los soldados correspondieron con irónicas hilaridades. Viriato me extendió unos andrajos sucios y rotosos.

-Parece, elegante patricia, que deseáis cubrirte. He aquí una fina prenda para usar.

Yo sólo me quedé parada sin saber qué hacer. Una fuerte bofetada de Viriato, me indicó que debía ponerme aquellos trapos y lo hice. Aquel vestido llegaba hasta un poco más arriba de mis rodillas y olía mal. Me veía peor que una leprosa. Una tristeza profunda hizo que, extrañamente, me tranquilizara. Me dio resignación. Ya todo estaba acabado, era una muerta en vida. Dirigiéndome a Viriato dije,

-¡que cruel sois, Viriato¡, mas comprendo que lo seáis porque os herí con mi soberbia. Acepto humildemente este suplicio, pero antes perdonadme en vuestro corazón.

Por toda respuesta, me tomó bruscamente y volteándome, ató mis manos a la espalda y pasó una soga por el cuello; acto seguido, colgó de él una tablilla escrita en arameo y griego que decía "Claudia, la puta del falso rey". Me llevaron a la calle para iniciar el trayecto al basural donde sería crucificada. Viriato no fue. Seis soldados a caballo iban delante de mí. Yo iba a pie y era tirada con la soga de mi cuello desde una de las monturas. Los caballos también arrastraban el tablón que haría de patíbulo para mi cruz.
Al pasar, la gente me miraba. Al verme rapada, descalza, con andrajos y las piernas azotadas comprendían que era una condenada y bajaban la vista. Otros, al leer la tablilla, me insultaban o lanzaban crueles groserías. Yo caminaba serena, indiferente a las miradas de las personas. La pena me había dado serenidad; ni yo misma me lo explicaba, y os agradecí por eso, mi Dios.
Al salir de la ciudad, mis pies se lastimaban por los filudos guijarros que abundaban en el basural. ¡Que cansada me sentía¡ Una cálida brisa acarició mi afeitada cabeza y entonces comprendí, demasiado tarde, que las pequeñas cosas pueden hacernos más felices que la abundancia o las grandezas.
Pasamos cerca de una cruz de la cual colgaba un cuerpo corrupto y maloliente. Era imposible reconocer de qué sexo había sido. Más allá, en un árbol seco, estaba clavado un hombre. No tenía patíbulo y sus muñecas habían sido atravesadas por sobre su cabeza con los brazos en alto. Violentos estertores dominaban al pobre hombre haciendo que se moviera aceleradamente su pecho y abdomen, mas parecía inconsciente de lo que ocurría a su alrededor. Algo le impedía morir del todo. ¡Qué crueles eran los hombres¡ y yo lo había sido también, ¿Para qué tanta crueldad?, ¿acaso no bastaba matarnos con el golpe de una espada?, ¿era necesaria toda esta afrenta?. Entonces creí comprender las enseñanzas del maestro cuando hablaba del amor al prójimo y el perdón.
Seguimos avanzando bajo el sol abrasador hasta que llegamos a un lugar en donde se erguían 3 árboles algo resecos pero aún firmes. Eran usados como stepe (el poste vertical de la cruz). Los troncos eran anchos y casi no poseían ramas. Este era el lugar fatídico.
CONTINUARÁ.