sábado, 26 de junio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 13)

"FLAGELADA"

Fui llevada a un lugar subterráneo, muy húmedo y con poca luz. En él se encontraban ocho soldados que, al entrar yo, se fijaron en mi con los ojos brillantes que delatan la lujuria. Comenzaron a sonreír burlonamente lo que hizo crecer mi temor. Ese era el lugar de mi flagelación previa a la cruz, y se sabía que en esta etapa los verdugos tenían licencia para desatar las más bajas y crueles pasiones, máxime si se trataba de una mujer. Detrás de mí entraron más soldados. Sin duda se había corrido la voz por todo el pretorio de que iban a crucificar a una bella y reconocida ramera y deseaban participar en mi escarnio o presenciarlo, todos querían ver mi cuerpo desnudo ser flagelado y mis vergüenzas exhibiéndose. Comenzaron a darme apretones y manoseos. Vi por última vez, y de manera crecientemente atemorizante, la locura que provocaba mi cuerpo en los hombres. Sentía miedo, pero a la vez algo del halago que el entusiasmo masculino causaba en mi. Si, Adonay, en la hora del final, incluso de este terrible final, Belzebú venía a tentarme. Esa imagen del subterráneo lleno de soldados y yo, única, bella y vulnerable mujer, me perturbaba. Pero el miedo fue mayor que mi vanidad y en mi mente os elevaba preces, mi Dios, para que estuvierais a mi lado.
Viriato dirigió todo. Nunca sonrió como los demás y su cara reflejaba ira. Me rasgaron mis hermosos vestidos hasta dejarme completamente desnuda. Conforme lo hacía el soldado encargado, restregaba con la mano mi cuerpo, haciendo chanzas sobre algunas partes de mis femineidades. Mi lujoso y fino vestido se ensució al caer al suelo lo que lamenté. Con la punta de su espada, Viriato lo cogió y mirándome lo arrojó a un brasero encendido provocando una gran llamarada que pronto empequeñeció. Lágrimas comenzaron a correr por mi rostro causando hilaridad en toda la tropa ante lo cual recibí una fuerte bofetada de Viriato.
-Al lugar donde vais no necesitareis ropas-dijo.
Hiciéronme poner mis manos contra una columna con los brazos en alto y las piernas separadas. En esa postura fui engrillada con unas cadenas que nacían de la columna, de las muñecas y tobillos. Mi flagelo iba a comenzar. Recordé la azotaina que mi madre me había dado cuando pequeña y la que había recibido Aulo; este nunca había dejado de gritar mientras la sufría. Y era sólo el comienzo del suplicio.
Un relámpago de dolor me avisó que habían dado el primero de treinta azotes. Mis nalgas ardieron como si hubieran sido quemadas. No podía creerlo, era mucho, demasiado dolor. ¡Dios¡, no resistiría tantos latigazos. Os pedí ayuda, Señor, fortaleza para soportar aquello.Vino el segundo y el tercero que cayeron en mi espalda. Sentía que la respiración se me iba, apretaba los ojos y berreaba ahogadamente. Al cuarto latigazo me parecía que llevaba cuatro horas siendo vapuleada y quedaban todavía 26 golpes.
Ahora que me encuentro en la agonía me río de esas sensaciones. En esos momentos aparecían como el mayor dolor que podía recibir y el más insoportable para mí. Hasta no sentirlo, no imaginé lo que vendría después en la cruz. Con el quinto latigazo la saliva se me escapó de la boca y lancé un agudo grito que provocó risas en la tropa; alguien decía un chiste relacionado con el alarido y con mi oficio de meretriz. Tan insufrible era que, con las esperanzas puestas en vos, mi Señor, pensé que al décimo azote moriría y así me ahorraría el resto de los golpes y la propia crucifixión, mas comprobé en carne propia que el cuerpo es capaz de soportar mucho más que eso. El vapuleo se detuvo y sólo se escucharon mis sollozos en el lugar. La voz de Viriato dijo,
-Iremos acompasadamente, Claudia; os daremos tiempo. Es sólo el latigazo número cinco y aún faltan 25. No imagináis lo que os espera.Llora, Claudia, como yo lloré. A pesar de todo lo que me hicisteis, os quiero ayudar; os digo que vuestro dolor sólo será hasta el azote número 14 o 15. Paciencia debéis tener hasta el 15. De ahí en adelante ya no sentiréis los golpes porque vuestro cuerpo se volverá un andrajo inservible.

La azotaína se reanudó y mis alaridos continuaron. Con cada golpe mi cuerpo se retorcía procurando escapar hacia algún lado, pero ni las piernas podía levantar ya que estaban encadenadas a esa columna. Mis retorcimientos excitaban a los soldados ya que a cada azote una rechifla lujuriosa y groserías escapaban de sus bocas.Tantos cuidados a mi piel para que luciera hermosa y ahora era surcada por esas rayas sanguinolentas. Los golpes caían en mi espalda, nalgas y piernas; se trataba de distribuir equitativamente el vapuleo.
Al noveno azote, Viriato volvió a detener el flagelo y, al oído, me susurró mientras sollozaba.


-Has de saber que debéis estar agradecida del flagelo ya que esto se hace por compasión a vos. La azotaína hará que vuestra estadía en la cruz no se prolongue tanto. Si no os azotaran podríais estar días clavada del madero sin morir, en un perpetuo sufrimiento.

Con la punta de su espada Viriato tocó una de las abiertas heridas de mi espalda haciéndome gritar y luego añadió,

-debéis decir estas palabras, "Amo el flagelo, soy una puta ardiente que Ama el flagelo".

Volvió a tocar la herida haciéndome, otra vez, gritar.

-Vamos, decidlo, y que lo escuche toda mi tropa.

Traté de articular alguna palabra pero no podía.

-Vamos, decidlo.

De nuevo hundía el metal en la llaga y yo volvía agritar.

-Amo el flagelo, soy una puta ardiente que Ama el flagelo.

Nuevamente me hizo decirlo, y de nuevo pronuncié esas palabras, sintiéndome humillada.

-Como decís que amáis el flagelo, Claudia, os daré en el gusto; 36 serán los azotes y no 30.

Yo supliqué piedad y perdón a Viriato, mas él me susurró que era mejor subir la cuota de golpes para aminorar la agonía terrible de la cruz .
- lo agradeceréis- dijo. Pero no os lo agradezco, Viriato. Agradecida estaría si hubierais subido los azotes a sesenta. Teníais razón, el dolor de estar clavada no es comparable con nada. El flagelo continuaba y cuando llegaron a 15 los azotes, las voces de los hombres parecieron alejarse y todo se oscureció. Abrí apenas los ojos. Mis piernas habían cedido y ahora colgaba de los brazos con la cabeza hacia atrás.Viriato una vez más tenía razón, los golpes ya no me dolían como antes, pero sentía que un líquido caliente corría por mis nalgas. Escuché que se me daba el latigazo 20, nuevamente hubo oscuridad. El 21, oscuridad de nuevo. El 22; oscuridad, el 23, oscuridad. Laoscuridad se transformó en montañas y de ellas veía descender a mi padre que bajaba con las ovejas. En su mano traía unas aves que había cazado en el camino y al llegar me decía con una sonrisa-Judit, hoy tendremos un festín. Un escozor en toda la superficie azotada me sacó del ensimismamiento. Hízome temblar y berrear sintiendo que me quemaba. Tomándome de las cadenas de las que colgaba sujeta de mis brazos, me incorporé poniéndome de pie y mi cuerpo salió de su sopor para estar nuevamente tenso. Habían arrojado agua salina en mi espalda lo que explicaba el escozor en las heridas. No deseaban que me refugiara en mis sueños, me querían presente de cuerpo y espíritu para así observar mis retorcimientos estimulantes de su lascivia. Continué soportando con resoplidos mi castigo. Cuando el azote 28 se dejó caer, un nuevo alto me permitió descansar. Por mi espalda corría sangre, de mis ojos lágrimas y de mi cuello y sobacos, manaba un copioso sudor. Viriato ordenó desengrillarme e inevitablemente tuve la esperanza de que el castigo hubiera terminado. Vanas esperanzas. Fui volteada y, de nuevo, se me engrilló de tobillos y muñecas, pero esta vez, la columna estaba a mis espaldas. Con horror dime cuenta de que sería vapuleada por delante. Mis hermosas y ubérrimas tetas serían maltratadas y tendría a la vista los estragos que había hecho el látigo atrás de mi.
Mis brazos en alto y en tensión, encadenados a la columna, hicieron que mi enorme busto se levantara para el placer de aquellos soldados cuyos ojos se fijaron en mis tetas y en la flor de mi sexo cubierta de negros pelos. Estaban perplejos como si nunca hubieran visto un sexo de mujer. Recuperé algo de mi destrozado orgullo y, un pensamiento fugaz, me dijo que toda esa tropa de machos estaba a mis pies rindiendo un tributo a mi dignidad de diosa. Pero la blasfemia de mi pensamiento se borró al ver la sangre que había en el suelo; ¡MI PROPIA SANGRE¡. Los hombres comenzaron con las groserías y el barullo salvaje se reanudó. Antes de retomar el suplicio, el azotador tiró de mis tetas y me sobó el sexo; metió los dedos en el agujero, luego agarró la mata de pelos negros y jalándola con brutalidad preguntó a sus compañeros,

-¿os gusta esto?

Todos respondieron con rechiflas y más groserías. En eso Viriato se acercó cargando en sus manos un odre con agua. Me dio a beber.

-Aprovechad, Claudia, bebed todo lo que podáis porque la sed será después insoportable.

Cuanta razón tenía en todos sus consejos. Cuando casi hube acabado el odre, Viriato derramó el resto sobre mi cabeza, lo que agradecí con todo mi corazón. Los azotes se reanudaron y fueron cruzando primero mi vientre, los muslos, y finalmente las tetas. Quemantes líneas violáceas y rojas provocáronme mayor dolor que las recibidas en mi espalda y culo. Mis resoplidos fueron mecánicos y persistentes y parecía que me ayudaban a resistir. La cabeza me daba vueltas y al latigazo número 34 las piernas volvieron a aflojárseme, quedando suspendida de los brazos.


Los dos últimos golpes casi no los sentí. Me encontraba en un estado intermedio entre el desmayo y la consciencia. Viriato volvió a darme agua y yo agradecí con un suspiro. Me sentía flotar en el aire deseando que todo acabara. Ingenuamente pensaba que eso era la agonía. Me quitaron, primero, los grillos de los tobillos y luego el de la muñeca izquierda. Traté de pararme pero mis piernas azotadas se doblaron y quedé colgada del brazo derecho. Mi falta de fuerzas me pareció increíble, estaba convertida en un guiñapo. Caí finalmente al suelo. Trataba de pararme pero el cuerpo no respondía. Sentía un mareo similar al que había experimentado más de una vez, en las borracheras de vino. Veía que los hombres reían y hacían gestos lascivos, mas me eran indiferentes, sólo me preocupaba ese molesto mareo que me poseía.
Viriato me arrastró hasta un estrecho foso en el que apenas cabía mi cuerpo. Puso una argolla en el tobillo derecho de la que nacía una cadena que llegaba hasta el techo. Sin casi darme cuenta me vi colgando, cabeza abajo, como un animal para el sacrificio. Abajo de mí veía el fondo del foso el cual era muy profundo. Los soldados comenzaron a divertirse, balanceándome, haciendo girar mi cuerpo, pasando sus manos por mis intimidades, metiendo sus dedos por ambos agujeros y tirándome los pelos de mi flor. La cadena comenzó a bajar poco a poco y fui introducida en aquel estrecho hoyo. Una vez en el fondo hube de arrollarme como un ovillo en el suelo ya que no tenía fuerzas para ponerme de pie. Miré hacia arriba y los rostros de los soldados que me observaban parecían pequeños. La profundidad era considerable. Abajo el aire era pesado, enrarecido y maloliente. Escuché la voz de Viriato.

-Ahí descansareis unas horas, Claudia. Disfrutad de vuestra nueva casa. Ya os mudareis a otra.

Acto seguido, arrojó agua que refrescó mi cuerpo. Tal vez me dormí allí, no lo sé, pero ciertamente descansé. Todo el cuerpo me dolía por los golpes, algunas heridas aún sangraban y ardían. Si me hubieran dicho que debía quedarme allí a morir lo habría aceptado con gusto.
CONTINUARÁ.

miércoles, 9 de junio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 12)

"EL JUICIO".

Estuvimos todo el día siguiente encerradas y llorando. Cuando ya anochecía entró Viriato a la celda. Nos llevaba comida y agua; nos desató y quitó las argollas. Con ojos tristes y semblante adusto habló:

-Vuestro maestro murió en la cruz. El prefecto lo condenó por haberse proclamado rey, lo que es, sin duda, un delito en contra de la autoridad del Cesar. Mañana vosotras seréis juzgadas como cómplices de él y, con seguridad, correréis la misma suerte- luego, dirigiéndose a mí, agregó,
-No tenéis idea de lo que sufrí por vos, Claudia, nunca una mujer me había hecho eso, mas ha llegado el día de mi revancha y la sufriente y humillada seréis vos, y yo reiré como vos reísteis y me humillasteis un día.

Cuando Viriato se fue, mi cuerpo se heló de miedo y mi esclava estalló en lágrimas. Era cierto, éste era el castigo de Dios. Viriato mismo lo había dicho sin saberlo. Mi soberbia y orgullo se habían devuelto contra mía. Al amanecer fuimos encadenadas del cuello y llevadas ante el prefecto. El mismo Viriato y dos soldados nos iban jalando para que apresuráramos el paso.
De pronto mi memoria se nubla y se todo se oscurece.

Cuando Viriato dijo que éramos cómplices del maestro, de atentar contra la autoridad del Cesar la cara del prefecto adquirió una expresión de fastidio:

-El juicio y crucifixión de ese farsante me ha provocado dolores de cabeza y ahora esto ¿Es que no acaba nunca? ya no deseo más disturbios.
-Prefecto, no podéis liberarlas, lo sabéis.
-Si, lo sé. Crucificadlas, pero hacedlo en el basural, en la parte más inmunda de él, pocos transitan por ahí. Eso evitará problemas mayores.

Mi esclava, al escuchar el veredicto, comenzó a chillar y a pedir piedad.

-¿Cómo dijisteis que era el nombre de estas mujeres?
-Es Claudia, la ramera y su esclava personal.
-¿Claudia, la misma que todos frecuentáis?
-Si, prefecto.
-No puede ser. Ese farsante se rodeaba de miserables, tullidos y leprosos y he oído que esta es una rica meretriz de categoría. Decidme, Viriato ¿cuáles son vuestras pruebas en contra de ellas?

Cuando escuché esas palabras de boca del prefecto, tuve esperanza de salvar mi situación. Me dije a mí misma que todo lo acontecido sólo había sido otra de vuestras advertencias, mi Señor, mas, Viriato replicó,

- Prefecto, vos sabéis que ese tal Mesías se rodeaba también de golfas, mas tengo pruebas que inculpan a ésta. La noche que el alborotador esperaba vuestro juicio, ésta ramera fue a la prisión e intentó sobornarme a fin de que facilitara el escape del prisionero. Ofreció monedas de plata y hasta su propia carne, a cambio de la fuga.
-y por supuesto, vos rechazasteis la oferta- dijo el prefecto sonriendo burlonamente.
-Aparenté que aceptaba el trato para poder caer sobre todos los conspiradores, mas sólo la encontramos a ella y sus esclavos.
-Extraño que una conspiradora actúe sola. Por otro lado es mejor que no hayáis encontrado a nadie más; no quiero más crucifixiones a causa de ese falso mago.
-Prefecto, por si tenéis dudas, debo agregar que tengo más pruebas. Poseo informes de que el padre de esta golfa fue un Celote que terminó en la cruz. Es hija de bandidos de modo que ella sólo puede ser una bandida también. Además estuvo muchos años como esclava del magistrado Plinio Claudio de Tiberiades, sin duda haciendo labores de espionaje para la subversión.
-Tenéis razón, Viriato, las pruebas son abrumadoras, crucificadla ahora mismo previa flagelación. Sin duda vuestros hombres se divertirán mucho con ella; hay que reconocer que su belleza es notable. Ahora sacadlas a ambas de mi vista, tengo labores mucho más importantes que preocuparme de minucias. Ejecutadlas de inmediato.
-Una cosa más, prefecto. El soldado Ticio desea quedarse con la esclava.
-está bien, dos crucificadas sería demasiado. Os salvasteis, esclava.

Las imágenes horribles del sufrimiento de Aulo y del celote y el bandido crucificados a la vera del camino se me vinieron a la mente y sentí un mareo. Me arrodillé e imploré piedad. Negaba todos los cargos, alegando un mal entendido y que Viriato actuaba por despecho, mas no fui atendida y a tirones de la cadena en mi cuello fui sacada de ese lugar. Lloraba y gritaba de espanto. Por un momento, se me dejó en el patio y vi pasar a mi esclava siguiendo a su nuevo Amo Ticio. Esta se volvió hacia mí y mis ojos llorosos vieron como se dibujaba una sonrisa de burla en su rostro; me odiaba. Cerré los ojos avergonzada ante vos, mi Señor, por lo soberbia y cruel que había sido con mis esclavos.
CONTINUARÁ.

miércoles, 2 de junio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 11)

"CONFUNDIDA".


Mi cuerpo se heló y comencé a temblar para luego desvanecerme. Al despertar lloré con amargura y decidí quedarme en la posada sin saber qué hacer. Supe que ese, mi maestro, había sido el que había resucitado al muerto. Los esclavos y sirvientes estaban inquietos; a cada una de las preguntas que me hacían yo respondía con insultos. Ordené que me dejaran sola. Transcurrió un día entero, al final del cual dispuse que mis esclavos regresaran a Jerusalem. Yo me quedaría sola. Estuve dos días en la posada sin tomar una resolución; pasado ese tiempo decidí volver a la ciudad. En esos instantes os invoqué, Adonay, después de años de no hacerlo. Ciertamente, todo lo que había pasado había sido una señal vuestra para enderezar mi vida, mas era tarde para eso.
Caminé por el desierto, sola, día y noche, sin preocuparme del cansancio ni del peligro de los bandidos que infestaban los caminos. No tenía nada en mi cabeza salvo que debía dar alcance a mi maestro y seguirlo como tendría que haberlo hecho cuando la prostituta María me invitó.
Después de 4 días llegué, al atardecer, a Jerusalem, sucia y cansada, mas sin disminuir mi angustia. En mi casa los esclavos me informaron lo qué había acontecido en la víspera. El maestro estaba preso en las prisiones del prefecto a la espera del juicio que se llevaría acabo al día siguiente; ya había sido enjuiciado por el Sanedrín y se le había encontrado culpable de Blasfemias. Los sacerdotes buscaban acabar con la vida de él y para eso era menester la intervención de la autoridad romana a fin de que lo juzgaran y condenaran a morir en la cruz. Ante la ley de los paganos, la blasfemia no era delito y por eso los sacerdotes comenzaron a divulgar que el maestro se proclamaba rey, lo que podía constituir un atentado y desafío en contra de la autoridad del Cesar. Se rumoreaba que la condena del prefecto era inevitable.
Las últimas palabras que el maestro me había dicho en Betania remecieron mi corazón. Me sentía la más baja de las mujeres, una bestia insignificante y despreciable. De nada me servía la belleza y el dinero, lo que de algún modo había sabido desde siempre, mas me negaba a reconocer. Nada tenía sentido ahora. Entre medio de estos tristes pensamientos aparecieron las palabras que Hiram siempre repetía a modo de máxima: "Este mundo no es de los soñadores". Me imaginé a Hiram dándome a elegir entre dos caminos: uno de carencias y sufrimientos y el otro de comodidades, elegancia, riquezas y vanidad. Hiram me recomendaba este último y me mostraba a aquellos hombres crucificados que había visto días atrás, a modo de ejemplo de lo que podía conseguir si adoptaba el primer camino. Mi cabeza estaba confusa y lloré por no poder encontrar la certeza que anhelaba. Hasta que vos me iluminasteis, mi Señor. Hiram era el ministro de Belzebú que siempre estuvo engañándome. Debía hacer algo por mi maestro.
Me puse el vestido más elegante y que destacara mi figura; maquillé mi rostro y me dirigí, con un esclavo, hasta la prisión del prefecto. El capitán de la prisión se llamaba Viriato; yo lo conocía ya que en otra época había frecuentado mi casa; durante ese tiempo su pasión y enamoramiento hacia mí lo habían llevado a gastar en dones y atenciones que cuando acabaron me hicieron expulsarlo y no admitirlo más en mis juergas. Fui muy cruel; el romano estaba realmente enamorado. No era razonable enemistarse de esa forma con un funcionario del Cesar, mas mis influencias dentro de sus superiores me daban la confianza necesaria para hacerlo. Era ya de noche cuando llegué a la prisión y pedí hablar con él. Hube de desembolsar muchas monedas de plata antes de conseguir estar frente a él. Estaba segura de poder convencerlo de que provocara una fuga del prisionero ¡vaya petición¡ ilusa y ridícula. Yo, que aborrecía a los soñadores, me volvía una de ellas, y de la manera más tonta imaginable. Cuando estuvimos a solas hablamos y le planteé el propósito que me llevaba a verlo. Se negó rotundamente aduciendo que aquello era, no sólo un incumplimiento de sus deberes como legionario, sino un delito de alta traición al Cesar, merecedor de la muerte. Entonces le ofrecí 10 saquitos con monedas de plata, las joyas que llevaba encima y hasta mi cuerpo para hacer lo que se le antojara; acto seguido descubrí mis pechos y extendí mis brazos hacia él. Se quedó perplejo un momento, mas siguió rechazando. Le prometí más dinero el cual podía buscar en mi casa. -Esta bien, acepto- dijo, luego añadió que lo más probable era que el maestro fuera juzgado por el prefecto al amanecer y crucificado luego, de modo que él dejaría la puerta abierta de su celda y le quitaría las cadenas; facilitaría todo para que el prisionero escapara durante esa noche, pero debía asegurarle tres saquitos de monedas de plata por cada uno de los guardias que habría que sobornar. Acepté sin dudar; disponía de monedas para eso y mucho más. Apenas me manifesté conforme, Viriato me abrazó y babeó mis tetas con avidez, luego subió mi vestido y fui poseída en ese lugar y de pie. Cada embestida que me daba hacía que me levantara como si estuviera cabalgando y yo cabalgaba conforme y feliz ya que mi plan estaba resultando. Una vez terminado dijo que me fuera a casa; él se encargaría del resto y más tarde me visitaría, debía prepararme para recibirlo ya que seguiría poseyéndome. ¡Oh Dios¡ yo, que había sido instruida por Hiram en las artes de la negociación, confié ingenuamente en que se respetaría aquel trato absurdo. Me había vuelto soñadora y ya no tenía cabida en este mundo.
Al llegar a mi casa dispuse que las esclavas ayudaran a darme un baño de rosas, me perfumé el cuerpo y el cabello y maquillé los ojos con sombras egipcias, lo mismo las areolas de mis tetas y la entrada de mi flor con pintura rojiza, como a los gentiles romanos les gusta. Me puse mis más preciadas joyas y esperé. Pensaba que Viriato aún no me había olvidado y que estaba en mis manos lograr de él lo que se me antojara.¡Cuán equivocada estaba, Oh Dios¡ y demente ya que en aquella espera, sentada en la cama, me sentía una diosa aguardando a que el peregrino viniera a ofrendarme. Era, sin duda, la más bella de las mujeres de Jerusalem y el orgullo hacía que estuviera con la frente en alto y erguida, como los ídolos de los griegos. ¡Oh infernal vanidad¡ ¿cómo podía pensar en aquello si mi propósito era salvar la vida de mi maestro, del hombre enviado por vos, Adonai, a enseñarme precisamente, cuan equivocada había sido mi vida? mas, en ese momento no reparaba en la contradicción y de nuevo sentía que en razón de mi hermosura era merecedora de satisfacer todos mis deseos, incluido el de salvar a mi maestro. A las puertas del fin, ahora en este terrible momento, consciente estoy de la contradicción y a pesar de eso, tengo el pecado pegado como una garrapata en mi corazón y aún persisten, en esta espantosa agonía, dejos de vanidad que me hacen sentir satisfecha y feliz al recordar aquellos momentos como una brizna de miel que dulcifica este suplicio que vivo. ¿O sois vos, mi Dios, el que me proporciona esta miel en mis últimos instantes de vida? tal vez no sea cosa de Belzebú. Tal vez me has dado licencia para ser vanidosa en esta horrible y dolorosa soledad a modo de bebida calma-dolores para mi espíritu. Mi maestro enseñaba que sois infinitamentemisericordioso y ha de ser así.
Sonó la puerta. Era Viriato. Sus ojos refulgían pasión y lujuria y apenas quedamos solos en mis aposentos, me tomó con fuerza. No me desnudó. Ató mis muñecas por detrás de mi espalda con una soga y luego hizo lo mismo con mis codos, uno con otro, de tal forma que mis hombros quedaron estirados hacia atrás y me vi con la espalda erguida y el pecho excesivamente levantado, sobresaliendo mis tetas hacia delante; pensé, entonces, que la visión de ellas, tan paradas, lo harían rasgarme las vestiduras, mas no lo hizo. No me extrañó que me atara habida cuenta de que yo había ofrecido mi cuerpo para que dispusiera de él a su arbitrio y a que había visto a muchos romanos tener el vicio de atar a las mujeres para poseerlas. Levantó el vestido y atacó con su poderoso miembro. Viriato bufaba como un toro sobre mí que estaba acostada e incómoda por los brazos atados. Terminó pronto y cuando lo hizo me abofeteó. Mi estado de ánimo me había predispuesto a entregarme y soportar ese tipo de extravagancias, mas un rumor de voces y golpes que oí en la casa me despertó un tenebroso presentimiento. Viriato jaló de mi cabello y me arrastró fuera de la habitación. La casa estaba llena de soldados. Mis dos esclavos nubios y una de mis esclavas de servicio habían sido atravesados por las espadas. Otra esclava, atada como yo de brazos, lloraba atemorizada en un rincón. Los soldados destrozaban todos mis muebles y guardaban en sus morrales cualquier objeto que consideraran de valor. El mismo Viriato participaba en el saqueo, siendo de su preferencia las joyas y monedas de plata. Mi esclava comenzó a ser manoseada y besada por la soldadesca y sus gestos de queja o repugnancia eran respondidos con bofetadas. Yo no era tocada, ni siquiera mirada; al parecer eran órdenes de Viriato. Este arrancó mis collares y aretes apropiándoselos. Pregunté que qué significaba aquella irrupción y por toda respuesta recibí un fuerte puñetazo en el vientre que me hizo caer y encogerme en el suelo por el dolor, luego Viriato agregó una patada y me ordenó callar. Presa del terror obedecí presta y mis piernas temblaron por el miedo. Se nos colocó, a la esclava y a mí, una gruesa argolla de metal en el cuello encadenándonos a ambas y se nos hizo salir de la casa. Nos llevaron directo a la prisión del prefecto. Cuando nos iban a encerrar en una celda, uno de los soldados preguntó a Viriato si podía quedarse con la esclava. Este respondió que había que esperar órdenes.

La celda estaba oscura y su piso húmedo. Continuábamos atadas de brazos y con la argolla en el cuello; estuvimos toda la noche así y no pudimos dormir.Mientras esperaba el transcurrir de la noche reflexioné sobre lo ingenua que había sido. Me preguntaba por las causas de haber caído en esa desgracia. No acertaba a encontrar la respuesta. Yo, que estaba tan alto en la vida, tan rica y poderosa, y ahora allí en esa celda oscura. Esas palabras que el maestro me había dicho en Betania habíanme causado una locura, una confusión extraña. Después de mucho pensar concluí que todo era un castigo de vos, Adonay, por mis pecados y no os reprocho crueldad ya que a lo largo de estos años, siempre me disteis muestras y ejemplos de los resultados de una vida pecaminosa, mas yo no quise ver. La paliza de mi madre, la crucifixión de Aulo, la muerte de Plinio, los crucificados a la vera del camino; todas eran advertencias vuestras, mi Señor.
CONTINUARÁ.