"CRUCIFIXIÓN".
Cuando los soldados desmontaron de sus caballos, la angustia se apoderó de improviso de mi ser, la serenidad se esfumó y comencé a llorar frenética, haciendo berrinche como una niña pequeña.
-Piedad, no me hagáis esto por favor.
Los soldados me tomaron de los brazos. Inútilmente traté de huir. Me abofetearon, pero yo seguía con mis chillidos desesperados. El terror volvía a aparecer. El ataque terminó con un puñetazo que uno de los soldados me dio en el vientre seguido de otro en la espalda. Quedé sin aliento y arrodillada en el suelo.
Prepararon el patíbulo; me pusieron de bruces (boca abajo) sobre él, en el suelo, extendieron mis brazos atándolos al madero y me arrancaron los andrajos que me cubrían dejándome, otra vez, completamente desnuda. Iban a comenzar a clavar las muñecas cuando uno de ellos dijo, alto; el soldado se montó encima de mi espalda y me sodomizó. Cuando hubo terminado volvieron a poner la punta del largo clavo sobre la muñeca. Hubo otro "alto". Alguien recordó a los demás que las órdenes eran crucificarme de espalda, como a los hombres, y no de pecho como comúnmente lo hacen con las mujeres. Todas aquellas dilaciones eran, en sí, una tortura para mí.
Fui volteada y mi espalda puesta sobre el patíbulo. Miré el cielo, estaba claro y era cruzado por los buitres que siempre volaban sobre el basural. Ellos ya sabían que pronto habría otro cadáver para comer.
El mismo que me había sodomizado, agarró mis tetas y con ellas aprisionó su miembro viril, restregando hasta derramar su semilla viscosa y blanca sobre ellas y mi cara. Yo sólo deseaba que todo acabara pronto. Nuevamente miré el cielo, vuestra casa, mi Dios.
Cuando el primer clavo horadó mi muñeca, fui poseída por la locura. El cielo se volvió un caos furioso; como si fuera una endemoniada mi cuerpo se arqueaba en el suelo involuntariamente como si ya no fuera mío. El dolor no sólo era en la muñeca clavada sino que recorría todo el brazo hasta el hombro y el sobaco, y de allí parecía invadir mi cabeza y avanzar por la espina. No paraba de chillar. Luego fue lo mismo con la otra muñeca, y ya el dolor se extendió por la totalidad de mi espalda. Mi sudor manó helado y todo fue oscuridad. Un relámpago me hizo volver y otra vez ví el cielo limpio. Reanudé mis chillidos. Estaban clavando bajo mis tobillos, un talón después del otro para alargar el sufrimiento. El dolor era aun peor que cuando me habían atravesado las muñecas y avanzaba desde el pie, por la canilla, hasta la rodilla. De nuevo ese sudor helado. Abrí los ojos hasta el límite tratando de escapar del sufrimiento, pero era imposible. Mis dos pies quedaron atravesados por larguísimos clavos y la calidez de la sangre los invadió. Otra vez oscuridad. Volví a despertar. Me estaban izando en el tronco que hacía de stepe con cuerdas atadas al patíbulo y que habían pasado por debajo de mis sobacos. Cualquier movimiento de mi cuerpo que los soldados que me sostenían provocaran, aunque fuera uno pequeño, significaba un espantoso ataque de dolor que no cesaba.
Cuando hubieron fijado el patíbulo y la cruz estuvo hecha, y quitaron las cuerdas de mis sobacos, colgué por unos segundos sólo de mis muñecas clavadas. Pensé que mis manos serían arrancadas, mas eso duró poco. Los soldados, levantándome del culo, lo sentaron en una pequeña protuberancia que sobresalía del stepe. El último hueso de la espina se apoyaba en esa saliente. Todavía, sosteniéndome cuidadosamente, doblaron mis piernas para luego clavetear los talones al madero. Cada golpe que daba el martillo, me arrancaba un horroroso grito y me hacía pensar que pedazos de mi cuerpo caerían al suelo.
Al terminar de clavar mi segundo pie, ya no tenía voz y tan sólo exhalaba algo parecido a un ahogo. Otra vez la oscuridad.
Las azules aguas del mar de Galilea aparecieron ante mi vista. El sol refulgía y se reflejaba en ellas. La sensación de que mi pierna se partía al nivel de la rodilla me trajo, otra vez, a este basural. Berreando, crispé las mandíbulas mientras la baba se me escapaba de la comisura de los labios; un soldado, para divertirse, me había tan sólo tocado con su mano, la rodilla.
-¡Que delicada sois, señora¡, sólo toco vuestra pierna y os fastidiáis, jajajajaja.
Acto seguido, tocó mi brazo izquierdo y sucedió lo mismo que antes. Cualquier movimiento que mi cuerpo hiciera, por mínimo que fuera, me producía un estremecimiento. Otra vez volvió a tocar y otra y otra, hasta que, con una lanza, golpeó mis pies clavados. Volví a gritar ronco y dije,
-No hagáis eso, es demasiado dolor ¿Por qué sois tan cruel?, ¡OH DIOS¡ ¿POR QUÉEEEEEEEE?
-Sucia ramera, ¿os atrevéis a dar órdenes? ¿Todavía no aprendéis la humildad, puta?
El soldado estrujó mis tetas y dio pequeños golpes en las piernas que me hundieron en el desvanecimiento. Cuando abrí los ojos, mi cabeza estaba inclinada. Lo primero que vi fue la sangre que chorreaba de mis tobillos y se derramaba por el suelo. Un hilo de esa misma sangre venía bajando por mi brazo; llegó a mi sobaco y continuó su trayecto por las costillas; no podía verla, pero sentía en mi piel su calidez. Unos caminantes se quedaron mirándome. Una mujer crucificada de espalda llamaba su atención y, por supuesto, la exhibición de mi desnudez.
El peso del cuerpo lo recibía mi culo sentado en la protuberancia del stepe y en mis tobillos clavados. El alineamiento de mi espalda con el stepe, me hacía soportar mejor el dolor, pero eso no significaba un gran descanso. El dolor iba siempre creciendo.
¿Cuánto tiempo había transcurrido?, no lo sabía, pero no era demasiado, aunque parezcan años los del suplicio. El dolor en mis pies y piernas, y la incomodidad, iban a la par con la agitación que experimentaba. Me sentía más cansada cada vez, ya no entraba aire a mis pulmones. La incomodidad me impedía respirar satisfactoriamente, se volvía desesperante. Los curiosos no se movían, pronto sabría lo que estaban esperando.
Comencé a abrir la boca y las aletas de la nariz, mas el aire no era suficiente; no podía estirarme, me volvía loca; debía acomodarme. No había descanso ni salida, una y otra vez el sufrimiento. Intenté pararme, pero sólo conseguí dar un alarido. Me ahogaba. Mis estertores se volvían más rápidos e incontrolables. Mi pecho subía y bajaba violentamente y lo mismo mi vientre. Conforme esto pasaba, los observadores comenzaban a sonreír y a poner esos ojos que conocía tan bien; los ojos de la lujuria. Esperaban este momento, el momento en que mi cuerpo desnudo y flagelado se retorciera tratando de buscar la comodidad para no asfixiarme. Volvía a ser la reina, la diosa de la lujuria y mis devotos venían a ofrendarme en este altar de dolor.
Como ya no podía soportar más, decidí vivir el horrible dolor que significaba el hecho de levantarme sobre mis piernas teniendo los pies clavados al tronco. Prefería eso a ahogarme. Lancé un aullido y me ayudé con los brazos acalambrándoseme los dedos desde la yema hasta mis hombros, pasando por la espalda y cuello. Subí lo más que pude, babeando, resoplando y creyendo que la frente me reventaría.
-¡DIOS¡, ¿POR QUÉ ME HACÉIS ESTO?, PREFIERO SER LA PUTA DE BELZEBÚ, AYUDADME, BELZEBÚ, POR FAVOR, QUITADME ESTE SUPLICIO- Grité.
Mis palabras hicieron reír a carcajadas a los soldados, mas yo seguí subiendo apoyándome en mis atravesados pies y manos y pude, finalmente, llenar de aire mis pulmones y conseguir un poco de alivio, hasta que el calambre en mis brazos y piernas se hizo insufrible y volví a caer flectando las piernas; mas al caer, un nuevo remezón en las manos y pies clavados me hizo gritar y orinar delante de todos, para mi vergüenza. Ese sudor helado me inundó otra vez y las burlas de los hombres me parecieron estar a mucha distancia de mí. Me vino el sopor, esa tregua bendita que significaba el desmayo. Otra vez la asfixia me hizo despertar y sentir la garganta seca. Supliqué por agua y los soldados llenaron un ánfora con las orinas del caballo y me la ofrecieron. Con un gesto de asco lo rechacé. Ellos dijeron, entre risas, que después suplicaría por ella.
Otra vez hube de levantarme, retorciendo mi sudado cuerpo para respirar y al caer, desmayé. No sé cuántas veces hube de repetir el interminable tormento. Mi cuerpo temblaba y era presa de un calor y frío abrasadores, ambas sensaciones convivían y me atormentaban juntas e implacablemente. Un chiste de un observador hizo percatarme de que había liberado heces, lo que me indujo llanto por mi desdicha y humillación.
Os pedí, mi Dios, os pedí perdón por la blasfemia que había pronunciado sobre Belzebú. Él no me había ayudado, es más, él es el guía que me condujo hasta arriba de este madero. No quiero ser su puta, la puta del enemigo, sólo fui la puta de hombres.
-Un poco de agua, tened piedad de mi- rogaba, pero nadie me satisfacía.
El muchacho que ahora se solaza con las negras crucificadas a mi lado, había llegado y se había escondido detrás del matorral, para tocarse el sexo mientras observaba mis movimientos desesperados. El sol estaba encegueciéndome y caía implacable sobre mi cabeza desnuda. Ya no podía con la sed y rogué a gritos que me dieran de beber la apestosa orina del caballo. Los soldados no accedieron y yo tuve un ataque convulsivo de llanto y súplicas que, al parecer, gustó mucho al muchacho del matorral ya que abría desmesuradamente los ojos y se pasaba la lengua por sus labios; el bamboleo de mis tetas y vientre lo tenían embobado. Finalmente, los soldados me dieron tres ánforas llenas de ese líquido asqueroso que me dejó tranquila por un tiempo hasta que la sed se volvió más horrible aun, provocándome delirios de endemoniada. Os oraba a gritos, Adonay, veía a mi padre en la cruz y a Aulo reírse de mí.
Las carcajadas no paraban y yo sólo pedía la muerte. Lo que me parecían días eran, en realidad, minutos. Los soldados se fueron, cansados de ser crueles, así también los caminantes y lascivos curiosos. El único que sigue aquí es aquel muchacho; 17 o 18 años será su edad, la edad que yo tenía cuando comencé a vivir el desenfreno en la casa de Plinio Claudio.
Somos tres mujeres crucificadas, las dos hermanas Nubias y yo, y el joven fisgón tiene a tres agónicos cuerpos desnudos a su disposición, para hacerles lo que él desee con total impunidad y sin vergüenzas. Sin embargo él parece preferir a las dos negras. No lo culpo, sus cuerpos son todavía vitales comparados con el mío; ellas aun se quejan, se retuercen y gimen por el tormento. Yo, ya no siento dolor, no siento mis brazos ni tampoco mis piernas, es como si no las tuviera; no puedo moverme ni siquiera un poco, los cuervos están prestos a lanzarse sobre mis ojos; mis párpados y boca están a medio abrir y creo que así se quedarán después de muerta. Mi piel está quemada por el sol, mis heridas resecas, mis tetas maltratadas, debo emanar un hedor apestoso, estoy feaaaa ¡Oh, mi Dios¡, ya no valgo, el joven no me mira; quisiera llorar y no puedo. Muchacho, mírame sólo un instante.
Después de acariciar con insistencia el culo y el sexo de las hermanas negras, el muchacho se acerca a mí. Está a mi lado, ¿qué desea? ¿se reirá de mi?, ¿de mi rapada cabeza? ¿de mi desdicha y abandono, de mi orgullo derrotado, como yo una vez me reí de un hombre en esta misma situación? Ahí viene el muchacho.
El joven toca mi flor de una manera tenue, pasa suavemente su mano por la mata negra de pelos que recubre la hendidura de mi vergüenza; soba mi latigado y enrojecido vientre, sube hasta mis tetas, toca las areolas y pezones, acaricia con el dorso mi piel quemada, una y otra vez, reconcentrado y sin perder la delicadeza, soba mis pechos. Se agacha; lo tengo a mis pies. Con mucho cuidado, para que no me duela, palpa con sus dedos mis tobillos atravesados, mi empeine, mis propios dedos. Parece conmovido y no importarle mancharse con mi sangre. ¿Quién sois, muchacho? Se aleja del lugar (no os vayáis); va a buscar una piedra grande sobre la cual se sube para ganar altura, quedando su cara al nivel de mi rostro. De su morral extrae un odre y derrama la fría agua sobre mi quemada cabeza. Lo pone en mi boca y me da a beber, Galilea viene hacia mí con su azul humedad. Casi no tengo fuerzas para tragar, mas él me ayuda con cuidado y dedicación. Rasga una parte de su pobre túnica y la moja para pasármela por la frente; recorre las mejillas y el cuello; la pasa por cada una de las marcas dejadas por los azotes en mis pechos y vientre y también por mis muslos. Sus dedos acarician tiernamente mi rostro, me vuelvo a sentir hermosa y de mi ojo derecho se derrama una lágrima solitaria. Con un beso rozante toca mis pezones, sube por el cuello y la mandíbula, hasta llegar finalmente a mi boca. Sus labios tocan los míos. No puedo responder a su beso, ya no soy dueña de mis movimientos; trato de mirarlo a los ojos y explicárselo. Él vuelve a besarme en los labios y dice,
-No os preocupéis, ahora descansa, Claudia. Todo pronto va a pasar- mas, con un esfuerzo inmenso, logro sacar una palabra que susurra,
-GRACIAAASSSSSSSSSSS.
El sol se vuelve refulgente sobre las aguas del mar de Galilea y el viento acaricia mi larga y vigorosa cabellera, ensortijada y negra como la de mi madre y mi padre.
CONTINUARÁ.