sábado, 24 de enero de 2009

LA VACA BEATA (Parte 2 ).

LA DOLOROSA: Había un cura en el colegio, el encargado de oficiar misa todas las semanas, no me caía bien, era un hombre egocéntrico, prepotente, ávido de reconocimientos y muy lujurioso, un calentón, sátiro de mierda. Esto último se comentaba entre mis compañeras; todas habían recibido más de algún disimulado toqueteo de su parte. Ese era el padre Carlos: un hombre alto, rubio, de unos treinta años, joven para ser sacerdote.También estaba el padre Emilio, unos cinco años mayor que el anterior, más bajo, de pelo oscuro y ondulado, barba negrísima, ojeroso y de rasgos moriscos. El cura Emilio era una buena persona: paciente, jovial, siempre optimista; se notaba que amaba su sacerdocio al cual se entregaba con pasión. Era un romántico idealista; todos lo querían y él quería a todos. Confieso que me gustaba por su candidez, gentileza y caballerosidad. Ambos curas se turnaban, semana a semana, para hacer la misa y darnos clases de religión. Un día, al llegar a clases, quedé de pie en el aula. Mi ubicación habitual era atrás, la última, pero había un pupitre de menos y yo, siempre lenta, perdí un lugar. El padre Carlos (el cura pesado y calentón) daba la clase y al verme de pie hizo que me sentara adelante, en su escritorio. Hasta ese momento creo que el cura jamás había reparado en mi existencia, pero apenas me vio, su vista quedó pegada en mi busto que para mi edad (15 años) era ya bastante prominente. Durante todo el tiempo que duró la clase, estuvo viéndome y me sonreía continuamente lo que me hacía sonrojar de vergüenza. Al terminar, el cura se me acercó y poniéndome su mano en la cintura me ofreció ser su acólito en la misa, lo que yo no pude rechazar. Sentí que era un tipo asqueroso. Aquel evento fue motivo de burlas de parte de los chicos que siempre me molestaban. -oye, vaca beata, calentaste al cura Carlos. -Vaca, muéstrales tus ubres al cura. El cura quiere hacerse una paja rusa contigo. Eran en extremo crueles y yo sufría mucho. No les replicaba nada y me daba una mezcla de vergüenza y abatimiento. Escribían en papelitos todas estas cosas y otras ordinarieces y me las hacían llegar hasta mi pupitre. Por varias semanas estuvieron molestándome. En una oportunidad me hicieron llegar un sobre dirigido a "la Vaca Beata", lo abrí y era una nota acompañada por la página de una revista porno. En ella había una fotografía de una mujer con un gran pene en la boca; parecía chuparlo con avidez. Por la comisura de los labios le chorreaba líquido que podía ser semen, su propia baba o una mezcla de ambas; al reverso había otra foto de la misma mujer, que tenía unos senos gigantescos, y en la que un hombre aprisionaba su miembro entre los pechos de ella. La mujer tenía abierta la boca y los ojos blancos con una expresión de éxtasis que, paradójicamente, me hizo recordar a la de las mujeres dolorosas ante Jesús crucificado. Había una nota en la que se leía "esa eres tú, vaca culiá, tus ubres y el cura Carlos". Guardé el sobre y escuché las risas de los chicos. Me sentí morir y ultrajada en mi dignidad; escuché que alguien decía a mis espaldas: "la vaca guardó la foto, parece que le gustó", luego estalló una carcajada generalizada. Me quedé inmóvil y cerré los ojos, no dije nada y me evadí mentalmente de ése lugar y tiempo, entonces comencé a vivir un escarnio parecido al de María Magdalena, de hecho lo era. Yo, sola, indefensa ante la multitud brutal que se aprestaba a apedrearme; lo mejor era quedarme quieta mirando al cielo y recibir, serena y estoicamente esa lluvia de piedras. Me llamaban puta, golfa, tonta, vaca inmunda. Seguía sentada en el pupitre soñando despierta y, de pronto, sentí una cosquilla en el bajo vientre que me hizo cruzar las piernas en el asiento, era levemente delicioso, dulce, no ....., es mejor decir agridulce o amargodulce. Uno de los chicos observó lo que hacía y dijo en voz alta, -"miren, la vaca se quedó quieta y cruza las piernas, parece que se calentó con la foto, la vaca beata está caliente". Todos rieron, incluidas las niñas. Eso había sido demasiado cruel para mi y derramé lágrimas, me puse de pie y salí corriendo de la sala de clases. Corrí a toda velocidad por el patio del colegio, sollozando, avergonzada, roja como un tomate, pero a la vez, y muy secretamente (incluso para mí) dichosa por lo que me había pasado, por haberme convertido en una mártir, una víctima de verdad y no imaginaria, muy hermosa en su sufrimiento, porque así me sentía, hermosa. CK: Fue una experiencia placentera entonces. LA DOLOROSA: Lo fue, pero no dejó de ser dolorosa, eran ambas cosas a la vez. La vergüenza, el dolor y el deleite de ser la protagonista de ese suceso. Seguí corriendo, mirando al suelo que se me nublaba por las lágrimas. De improviso impacté con alguien, era el padre Emilio, el sacerdote con cara de morisco, nos miramos a los ojos, estuvimos así por unos segundos. Me pasó la mano por las mejillas secándome las lágrimas y luego me abrazó. -Ya pasó, calma, niña- dijo. Puse mi cara en su pecho. Olía bien y estaba cálido. El padre Emilio fue gentil y tierno conmigo, le expliqué mi desazón, me consoló. Hablamos largo y tendido, sentí su bondad y sinceridad, su pureza de alma. Se tomaron medidas en contra de los chicos burlones y debieron escuchar los retos y sermones de la Madre directora y del padre Emilio. Me volví amiga del cura morisco. Fui su acólita, su ayudante asistente, una verdadera fans de él. Para mí era el más sabio de los hombres, el más hermoso y tierno. Fue mi maestro y yo su incondicional María Magdalena. Mi amor fue creciendo, haciendo partícipe al cura de mis fantasías delirantes. Se volvía realidad en mí la historia evangélica. Mi amor era platónico, jamás me habría atrevido a insinuarme a él o a seducirlo. Era demasiado tímida como para hacer eso, era un amor a la distancia, en silencio y para mí era suficiente con las fantasías, en ellas lo besaba tiernamente y nos acariciábamos. Me gustaba contemplarlo en sus actividades de profesor, oficiante de misas, monitor etc. Un tiempo después se organizó en el colegio una actividad deportiva; se jugaría un partido de fútbol entre un equipo formado por los alumnos y otro formado por los profesores. Era una actividad claramente masculina.Todas mis compañeras fueron a la cancha a alentar a los chicos. Había una soterrada intención erótica de parte de éstas, algo de voyeurismo. Yo, como siempre, quedé aparte, aislada en un rincón, con la mirada perdida, sin mirar en verdad. No era de mi interés el partido, ni las piernas de los chicos, ni los profesores, mas esa indiferencia acabó cuando observé que en el equipo de los profesores estaba el cura Emilio; vi que no sólo era de alma bella, su figura era atlética, se mantenía en forma: espaldas anchas, piernas firmes y musculadas, sin barriga. Comenzó el partido y yo lo seguí con interés, es decir, seguía el espectáculo que me ofrecía mi amor y maestro. Al terminar el juego, el padre se quitó la camiseta y vi su torso desnudo: su pecho subía y bajaba por el esfuerzo y su piel brillaba por el sudor; mis cosquillas en el bajo vientre se hicieron presente, crucé las piernas y me abstraí. El abdomen del padre Emilio se inflaba cuando el pecho se hundía y se aplanaba cuando éste se hinchaba. Se llenó de más sudor y se elevó a la cruz que apareció erguida en medio de la cancha de fútbol. Su cuerpo estaba cruzado por las marcas de los azotes, sus brazos se extendían estirados, poniendo en tensión sus firmes músculos. Borré esa imagen y me ruboricé pensando que las chicas podían leer mis pecaminosos pensamientos. Estaba todo húmedo en mis interiores así que salí de ese lugar y fui al baño. Me encerré y senté en el WC. Todavía seguía mojada y ruborizada. Esa era la lujuria, el deseo sexual, eso era de lo que hablaban las demás niñas. En realidad no tenía una mala opinión de esas sensaciones, pero de todas maneras me avergonzaban. Abrí mi mochila y saqué la foto porno que había guardado. El miembro de ese hombre enterrado en las gigantescas tetas, la cara de éxtasis de la mujer, el semen corriendo por su boca, ¿eso le gustaba a los hombres?, ¿podía una mujer no sentir asco de chupar en el mismo lugar por donde sale la orina?, ¿y los olores?, ¿cómo eran?, ¡que suciedad¡. Pero había escuchado decir a las chicas que a los hombres les gustaba que se lo chupasen, algunas presumían de haberlo hecho, ¡que curiosidad sentía¡. El cuerpo del padre Emilio, de mi maestro bondadoso, lo había visto casi desnudo: su torso, sus piernas. También él tendría un pene y dos pelotas colgantes, tendría pelos alrededor. Una vez más el padre se elevó y fue crucificado. Su cara de cansancio y fatiga era surcada por esos hilos de sangre que nacían de las espinas de la corona que tenía en la cabeza. Su pecho sudoroso y brillante moviéndose agitado; él agonizaba y yo estaba al pie de la cruz contemplándolo embobada, llorando por su dolor. Tomé la escalera y subí. Toqué las heridas de su cara, se las besé, pasé un paño húmedo por la frente, le di de beber agua para que calmara su sed, lo consolé como él lo hizo esa vez conmigo. Me miró con ojos desfallecientes y dijo, -adiós, Claudia, me estoy muriendo y siento un dolor inmenso- Entonces descendí un poco más. Fui pasando el paño húmedo por cada uno de los azotes que tenía en su pecho y vientre. Seguí bajando y le arranqué el taparrabos que tenía y vi ese trío colgante, como el del hombre de la foto: un gran pene y dos testículos dentro de la bolsa escrotal, sus vellos eran negros como su barba, puse mi mano en ellos; era sedoso el matorral, como lo era el mío (en ese instante yo me estaba acariciando ahí). Mi maestro pregunta, -¿qué haces, Claudia? -Emilio, te daré un poco de consolación y dulzura para la amargura que vives. Me descubrí los pechos y se los mostré. Comencé a sobajear su pene, suavemente, con delicadeza, así como sus testículos. Le recogí el prepucio, toqué con los dedos la cabeza del glande; la salchicha empezó a subir muy de a poco. Yo bajé y reubiqué la escalera a fin de estar más cómoda. Desde abajo miré a Emilio hasta que él me vió, entonces descubrí mis tetas y se las ofrecí: eran mis dones para él, mis abundancias prematuramente grandes. Subí la escalera. Cuando mis pechos estuvieron a la altura de sus genitales, le dije,


-Emilio, estos son los regalos que te hace "la Vaca", para tí, mi amor, para que goces antes de morir. Tomé su pene tieso y enhiesto y lo rodeé con mis volúmenes, jugué con él, vi el falo sacerdotal ahogado entre mis tetas, él comenzó a gemir y mi angustia se mezcló con felicidad por el placer de mi maestro. Yo me estrujaba las tetas dentro del baño con una mano, y con la otra me sobaba el clítoris. Me llevé el glande viscoso a la boca y lo lamí lentamente primero y luego lo chupeteé como si fuera un caramelo. Miré hacia arriba y Emilio entornaba los ojos poniéndolos blancos, yo continuaba con más ahínco el succionado hasta que mi maestro infló su tórax inspirando, para luego soltar el aire con un profundo aaaaaaah de placer, un aaaah tenue y susurrante. Entonces mi boca se llenó de semen, escapándose por la comisura de mis labios, como aquella mujer de la revista pornográfica. El padre había exhalado.

Yo me friccioné con furia el clítoris hasta desembocar en mi primer orgasmo que me hizo gritar dentro del sanitario, ¡EMILIOOOOOOOOOOO¡, ¡AAAAAAAAAAH¡. Seguía gimiendo, mi boca estaba pegada a la pared de ese baño, tratando de descifrar ese beso helado. Babeaba de placer.

CK: Claudia, lo tengo parado.

LA DOLOROSA: No fue mi intención.

CK: Eso no te lo creo. ¿Esas son tus fantasía masoquistas?, pero si el que sufre imaginariamente es el padre Emilio, no eres tú.

LA DOLOROSA: Espera, aún falta. Estoy sólo en el comienzo. Esa fue mi primera masturbación y mi primer orgasmo, y también mi primera, aunque no real, experiencia sadomasoquista.

CONTINUARÁ.

3 comentarios:

- CONTRABAJISTA, AÚN - dijo...

la obsecion desencadenada..... para siempre

Anónimo dijo...

otra vez mas de lo mismo, siempre la misma historia cortala ya cansas.

Cristián Kristian . dijo...

Córtame vos , mierda o pasa de largo entonces , pelotuda .