miércoles, 2 de junio de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 11)

"CONFUNDIDA".


Mi cuerpo se heló y comencé a temblar para luego desvanecerme. Al despertar lloré con amargura y decidí quedarme en la posada sin saber qué hacer. Supe que ese, mi maestro, había sido el que había resucitado al muerto. Los esclavos y sirvientes estaban inquietos; a cada una de las preguntas que me hacían yo respondía con insultos. Ordené que me dejaran sola. Transcurrió un día entero, al final del cual dispuse que mis esclavos regresaran a Jerusalem. Yo me quedaría sola. Estuve dos días en la posada sin tomar una resolución; pasado ese tiempo decidí volver a la ciudad. En esos instantes os invoqué, Adonay, después de años de no hacerlo. Ciertamente, todo lo que había pasado había sido una señal vuestra para enderezar mi vida, mas era tarde para eso.
Caminé por el desierto, sola, día y noche, sin preocuparme del cansancio ni del peligro de los bandidos que infestaban los caminos. No tenía nada en mi cabeza salvo que debía dar alcance a mi maestro y seguirlo como tendría que haberlo hecho cuando la prostituta María me invitó.
Después de 4 días llegué, al atardecer, a Jerusalem, sucia y cansada, mas sin disminuir mi angustia. En mi casa los esclavos me informaron lo qué había acontecido en la víspera. El maestro estaba preso en las prisiones del prefecto a la espera del juicio que se llevaría acabo al día siguiente; ya había sido enjuiciado por el Sanedrín y se le había encontrado culpable de Blasfemias. Los sacerdotes buscaban acabar con la vida de él y para eso era menester la intervención de la autoridad romana a fin de que lo juzgaran y condenaran a morir en la cruz. Ante la ley de los paganos, la blasfemia no era delito y por eso los sacerdotes comenzaron a divulgar que el maestro se proclamaba rey, lo que podía constituir un atentado y desafío en contra de la autoridad del Cesar. Se rumoreaba que la condena del prefecto era inevitable.
Las últimas palabras que el maestro me había dicho en Betania remecieron mi corazón. Me sentía la más baja de las mujeres, una bestia insignificante y despreciable. De nada me servía la belleza y el dinero, lo que de algún modo había sabido desde siempre, mas me negaba a reconocer. Nada tenía sentido ahora. Entre medio de estos tristes pensamientos aparecieron las palabras que Hiram siempre repetía a modo de máxima: "Este mundo no es de los soñadores". Me imaginé a Hiram dándome a elegir entre dos caminos: uno de carencias y sufrimientos y el otro de comodidades, elegancia, riquezas y vanidad. Hiram me recomendaba este último y me mostraba a aquellos hombres crucificados que había visto días atrás, a modo de ejemplo de lo que podía conseguir si adoptaba el primer camino. Mi cabeza estaba confusa y lloré por no poder encontrar la certeza que anhelaba. Hasta que vos me iluminasteis, mi Señor. Hiram era el ministro de Belzebú que siempre estuvo engañándome. Debía hacer algo por mi maestro.
Me puse el vestido más elegante y que destacara mi figura; maquillé mi rostro y me dirigí, con un esclavo, hasta la prisión del prefecto. El capitán de la prisión se llamaba Viriato; yo lo conocía ya que en otra época había frecuentado mi casa; durante ese tiempo su pasión y enamoramiento hacia mí lo habían llevado a gastar en dones y atenciones que cuando acabaron me hicieron expulsarlo y no admitirlo más en mis juergas. Fui muy cruel; el romano estaba realmente enamorado. No era razonable enemistarse de esa forma con un funcionario del Cesar, mas mis influencias dentro de sus superiores me daban la confianza necesaria para hacerlo. Era ya de noche cuando llegué a la prisión y pedí hablar con él. Hube de desembolsar muchas monedas de plata antes de conseguir estar frente a él. Estaba segura de poder convencerlo de que provocara una fuga del prisionero ¡vaya petición¡ ilusa y ridícula. Yo, que aborrecía a los soñadores, me volvía una de ellas, y de la manera más tonta imaginable. Cuando estuvimos a solas hablamos y le planteé el propósito que me llevaba a verlo. Se negó rotundamente aduciendo que aquello era, no sólo un incumplimiento de sus deberes como legionario, sino un delito de alta traición al Cesar, merecedor de la muerte. Entonces le ofrecí 10 saquitos con monedas de plata, las joyas que llevaba encima y hasta mi cuerpo para hacer lo que se le antojara; acto seguido descubrí mis pechos y extendí mis brazos hacia él. Se quedó perplejo un momento, mas siguió rechazando. Le prometí más dinero el cual podía buscar en mi casa. -Esta bien, acepto- dijo, luego añadió que lo más probable era que el maestro fuera juzgado por el prefecto al amanecer y crucificado luego, de modo que él dejaría la puerta abierta de su celda y le quitaría las cadenas; facilitaría todo para que el prisionero escapara durante esa noche, pero debía asegurarle tres saquitos de monedas de plata por cada uno de los guardias que habría que sobornar. Acepté sin dudar; disponía de monedas para eso y mucho más. Apenas me manifesté conforme, Viriato me abrazó y babeó mis tetas con avidez, luego subió mi vestido y fui poseída en ese lugar y de pie. Cada embestida que me daba hacía que me levantara como si estuviera cabalgando y yo cabalgaba conforme y feliz ya que mi plan estaba resultando. Una vez terminado dijo que me fuera a casa; él se encargaría del resto y más tarde me visitaría, debía prepararme para recibirlo ya que seguiría poseyéndome. ¡Oh Dios¡ yo, que había sido instruida por Hiram en las artes de la negociación, confié ingenuamente en que se respetaría aquel trato absurdo. Me había vuelto soñadora y ya no tenía cabida en este mundo.
Al llegar a mi casa dispuse que las esclavas ayudaran a darme un baño de rosas, me perfumé el cuerpo y el cabello y maquillé los ojos con sombras egipcias, lo mismo las areolas de mis tetas y la entrada de mi flor con pintura rojiza, como a los gentiles romanos les gusta. Me puse mis más preciadas joyas y esperé. Pensaba que Viriato aún no me había olvidado y que estaba en mis manos lograr de él lo que se me antojara.¡Cuán equivocada estaba, Oh Dios¡ y demente ya que en aquella espera, sentada en la cama, me sentía una diosa aguardando a que el peregrino viniera a ofrendarme. Era, sin duda, la más bella de las mujeres de Jerusalem y el orgullo hacía que estuviera con la frente en alto y erguida, como los ídolos de los griegos. ¡Oh infernal vanidad¡ ¿cómo podía pensar en aquello si mi propósito era salvar la vida de mi maestro, del hombre enviado por vos, Adonai, a enseñarme precisamente, cuan equivocada había sido mi vida? mas, en ese momento no reparaba en la contradicción y de nuevo sentía que en razón de mi hermosura era merecedora de satisfacer todos mis deseos, incluido el de salvar a mi maestro. A las puertas del fin, ahora en este terrible momento, consciente estoy de la contradicción y a pesar de eso, tengo el pecado pegado como una garrapata en mi corazón y aún persisten, en esta espantosa agonía, dejos de vanidad que me hacen sentir satisfecha y feliz al recordar aquellos momentos como una brizna de miel que dulcifica este suplicio que vivo. ¿O sois vos, mi Dios, el que me proporciona esta miel en mis últimos instantes de vida? tal vez no sea cosa de Belzebú. Tal vez me has dado licencia para ser vanidosa en esta horrible y dolorosa soledad a modo de bebida calma-dolores para mi espíritu. Mi maestro enseñaba que sois infinitamentemisericordioso y ha de ser así.
Sonó la puerta. Era Viriato. Sus ojos refulgían pasión y lujuria y apenas quedamos solos en mis aposentos, me tomó con fuerza. No me desnudó. Ató mis muñecas por detrás de mi espalda con una soga y luego hizo lo mismo con mis codos, uno con otro, de tal forma que mis hombros quedaron estirados hacia atrás y me vi con la espalda erguida y el pecho excesivamente levantado, sobresaliendo mis tetas hacia delante; pensé, entonces, que la visión de ellas, tan paradas, lo harían rasgarme las vestiduras, mas no lo hizo. No me extrañó que me atara habida cuenta de que yo había ofrecido mi cuerpo para que dispusiera de él a su arbitrio y a que había visto a muchos romanos tener el vicio de atar a las mujeres para poseerlas. Levantó el vestido y atacó con su poderoso miembro. Viriato bufaba como un toro sobre mí que estaba acostada e incómoda por los brazos atados. Terminó pronto y cuando lo hizo me abofeteó. Mi estado de ánimo me había predispuesto a entregarme y soportar ese tipo de extravagancias, mas un rumor de voces y golpes que oí en la casa me despertó un tenebroso presentimiento. Viriato jaló de mi cabello y me arrastró fuera de la habitación. La casa estaba llena de soldados. Mis dos esclavos nubios y una de mis esclavas de servicio habían sido atravesados por las espadas. Otra esclava, atada como yo de brazos, lloraba atemorizada en un rincón. Los soldados destrozaban todos mis muebles y guardaban en sus morrales cualquier objeto que consideraran de valor. El mismo Viriato participaba en el saqueo, siendo de su preferencia las joyas y monedas de plata. Mi esclava comenzó a ser manoseada y besada por la soldadesca y sus gestos de queja o repugnancia eran respondidos con bofetadas. Yo no era tocada, ni siquiera mirada; al parecer eran órdenes de Viriato. Este arrancó mis collares y aretes apropiándoselos. Pregunté que qué significaba aquella irrupción y por toda respuesta recibí un fuerte puñetazo en el vientre que me hizo caer y encogerme en el suelo por el dolor, luego Viriato agregó una patada y me ordenó callar. Presa del terror obedecí presta y mis piernas temblaron por el miedo. Se nos colocó, a la esclava y a mí, una gruesa argolla de metal en el cuello encadenándonos a ambas y se nos hizo salir de la casa. Nos llevaron directo a la prisión del prefecto. Cuando nos iban a encerrar en una celda, uno de los soldados preguntó a Viriato si podía quedarse con la esclava. Este respondió que había que esperar órdenes.

La celda estaba oscura y su piso húmedo. Continuábamos atadas de brazos y con la argolla en el cuello; estuvimos toda la noche así y no pudimos dormir.Mientras esperaba el transcurrir de la noche reflexioné sobre lo ingenua que había sido. Me preguntaba por las causas de haber caído en esa desgracia. No acertaba a encontrar la respuesta. Yo, que estaba tan alto en la vida, tan rica y poderosa, y ahora allí en esa celda oscura. Esas palabras que el maestro me había dicho en Betania habíanme causado una locura, una confusión extraña. Después de mucho pensar concluí que todo era un castigo de vos, Adonay, por mis pecados y no os reprocho crueldad ya que a lo largo de estos años, siempre me disteis muestras y ejemplos de los resultados de una vida pecaminosa, mas yo no quise ver. La paliza de mi madre, la crucifixión de Aulo, la muerte de Plinio, los crucificados a la vera del camino; todas eran advertencias vuestras, mi Señor.
CONTINUARÁ.


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