sábado, 15 de mayo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 8).

"EL MAESTRO."

Caminamos hasta salir de Cesarea y acampamos cerca de un arroyo que desembocaba en el mar. Allí descansé junto a las mujeres, enfermos, miserables, vagabundos y un sin número de desarrapados que seguían al maestro. Me dieron agua y pan y tratáronme con mucha solicitud. Noté que mi Amo Judas y el maestro hablaban de mí; ellos se acercaron y yo me sentí cohibida. El maestro me miró fijo y sonriendo preguntó.
-¿Cómo os llamáis?
-Judit, llamada Claudia, rabbí- contesté.
-Bien, Judit llamada Claudia; por lo pronto os quitaremos las cadenas y las argollas. Debéis descansar.
El maestro pasó su mano por mi cabello y mejilla y tuve unas irreprimibles ganas de llorar que no me expliqué. El Amo Judas, dirigiéndose al rabbí, preguntó que qué harían conmigo.
-Es una esclava apestosa y tan sólo por eso pudimos adquirirla por ese vil precio, rabbí.
-Es vuestra esclava, Judas, disponed vos- respondió el maestro.
-Pero vos dijisteis que la comprara.
-Tenéis razón, Judas, yo lo dije.

El maestro rió y de mi oreja quitó la argolla, signo de mí esclavitud y la arrojó al arroyo.
-Judit, llamada Claudia, desde ahora sois libre.

Fundí mi mirada con la de él y sentí una bondad infinita, algo que nunca antes había sentido. Tomé su mano y la besé, y luego, inclinándome, hice lo mismo con sus pies. El me levantó y repitió que debía descansar. Antes de que llegara la noche, yo me había dormido mirando la fogata que los hombres habían encendido.
La música de los flautines y panderos me despertó. La gente que seguía al maestro danzaba y batía palmas alegremente. Al incorporarme, una mujer joven pero algo mayor que yo, se dirigió a mi, saludándome. Dijo haberme visto en la casa de Plinio Claudio; entonces la reconocí. Era una de las rameras que a veces eran contratadas por el Amo o llegaban con los invitados a las orgías y fiestas que este organizaba en la finca. Al identificarme, la vergüenza se apoderó nuevamente de mi ser como cuando estaba en el atrio y las mujeres me veían con los senos desnudos. Aquella mujer, que dijo llamarse María, había sido testigo de la desenfrenada vida que llevábamos con Kupta en la finca Claudia. María notó mi contrariedad y entonces invitóme a que dejara atrás la vergüenza haciéndome ver que ella era tan pecadora como yo, sobre todo considerando que en aquella finca yo vivía como esclava y no tenía otra alternativa. Me invitó, también, a que dejara atrás la lujuria y vanidad. Según María, era fácil reconocer en mi aquellas dos debilidades ya que ella había sido igual, mas el maestro la había redimido. Dijo que era mejor seguir al maestro ya que era poseedor de una infinita sabiduría y bondad y hablaba con poderosas palabras llenas de verdad. Por la mirada de María y su vehemencia al hablar, noté que estaba ante una mujer enamorada profundamente; con lo poco que había visto del maestro me fue fácil comprender sus sentimientos. Internamente me pregunté si alguna vez María le habría seducido ya que ella era una muchacha de singular belleza.
Cuando la música y las danzas terminaron, todos se durmieron. Busqué al maestro con la mirada y lo encontré alejado de todos. Estaba despierto y al parecer elevando oraciones a vos, Adonay.

Me acerqué a él, y aprovechando el sueño de los demás, me atreví a hablarle. Deseaba agradecerle de alguna forma -de la manera que yo sabía agradecer- su gesto de generosidad para conmigo. Acaricié sus cabellos y la barba que cubría sus mejillas y me descubrí las tetas. El clavó su mirada en mis ojos sin decir ni hacer nada lo que causó mi sorpresa; nunca un hombre se había quedado así ante la visión de mis grandes y hermosos senos, todos enloquecían cuando me los descubría. Tampoco era indiferencia lo que notaba en él porque hombres indiferentes había conocido y sabía bien cómo eran; al contrario, me pareció que su mirada me penetraba en mi real desnudez, no la de la piel, sino la del alma. En realidad mis pechos y curvas de hembra sin vestidos no eran mi desnudez sino las murallas y armas que me protegían en la vida. La mirada del maestro deshizo ese baluarte y quedé ya sin defensas

Mi cabeza está con la frente inclinada hacia el suelo y de la punta de mi nariz una gota de sudor mezclada con moco está a punto de caer. No tengo la fuerza suficiente para enderezarla de modo que, haciendo un inmenso esfuerzo, giro los ojos para ver a las dos hermanas crucificadas. Una sigue desmayada; la otra, la de los pechos clavados, resopla con fuerza porque siente que el aire se le acaba y se asfixia. Puedo ver su trasero, espalda y nuca; no tengo a la vista su rostro, pero me es fácil imaginarlo: toda la cara bañada en sudor, en el cuello y la frente sus venas hinchadas, los ojos desorbitadamente abiertos al igual que la boca, tratando de captar hasta la menor brizna de aire. Viéndola por detrás, como la veo, pareciera que está siendo poseída por la cruz. La cruz, el amante de madera y duro que le extiende sus brazos a la negra, la que corresponde igualmente a su impávido deseo abriendo también los suyos y colgándose del cuello de aquel violador impasible.
La Nubia, para no ahogarse, se apoya en sus tobillos y muñecas claveteadas y, con las piernas, trata de subir su cuerpo a fin de poder hinchar su pecho y llenar con más holgura los pulmones de aire ¡Oh Dios¡ es realmente una mujer fuerte ya que logra que el patíbulo quede casi al nivel de su cuello. Se mantiene unos segundos allí, con el cuerpo temblando como si estuviera aterida, hasta que, lanzando un ronco alarido similar al de un jabalí lanceado, se deja caer aflojando toda su humanidad y vuelve a la postura de colgada con los brazos totalmente estirados y las piernas flectadas. Ahora si se ha desvanecido. Sus bufidos y lloriqueos han cesado. Después del esfuerzo sobrehumano que ha hecho al levantarse para poder respirar, su cuerpo se rinde. Volverá a despertar, eso lo sé, y volverá a desmayarse una y otra vez. La negra no está muerta, aún respira, con dificultad, pero lo hace. Sus costillas se mueven como las de un gatito durmiendo.
El muchacho que la observaba desde el matorral se atreve, ahora, a acercarse a ella. Os confieso con vergüenza, Señor, me provoca envidia en estos instantes aquella negra, quisiera que el mozo me mirara y se acercara a mi. Como veis, la vanidad y el orgullo, no me abandonan ni siquiera en estos atroces momentos ¡Oh Dios, como merezco este suplicio por mis pecados¡ El muchacho está a menos de un paso de la cruz de sufrimiento de la Nubia. Sé muy bien que le rendirá un homenaje, que se dará el gusto de tocar impune y gratuitamente a aquella mujer. Muchos hombres se enardecen de deseo por las curvas que contornean el cuerpo de las negras y su bronceada piel, mas no lo confiesan y dicen aborrecerlas por su fealdad y por parecer animales, demasiado aprendí de la poca verdad con que hablan viendo cómo se enloquecían con mi amiga Kupta en las orgías de Plinio. El muchacho no me tocará, no lo hará conmigo, no soy interesante para él y por eso envidio a esa Nubia. Me había cobrado interés en los primeros minutos de ser levantada en la cruz, cuando mi cuerpo temblaba y se retorcía haciendo mover mis redondeces y gemir por la angustia. Ahora ya no me muevo pues estoy al umbral de ser un cuerpo sin vida y los hombres desean la vida, todo aquello que borbotonea de vida como la carne y la fruta fresca, los toros salvajes, la miel silvestre, la leche recién salida de la ubres de la vaca, los caballos briosos, el jugo de la uva, el oro que imita al sol relumbrante que hace crecer los árboles y plantas.
Lentamente, el joven pasa un dedo por la parte baja de la espalda de la crucificada y va descendiendo hasta las nalgas. Al comprobar con el tacto lo curvo de las líneas se anima y con toda la palma sobajea las dos enormes caras de su moreno trasero. Luego incorpora la otra mano y explora las caderas; baja por sus fuertes muslos y vuelve a subir para introducirse en el abismo negro que está entre los glúteos de la negra que sigue desmayada. Estoy segura de que aquel muchacho no se atrevería a hacer eso ni con una esclava propia, mas lo hace aquí con la condenada; con nosotras siempre hay licencia para hacer ese tipo de cosas, he ahí la idea de este castigo; el joven sólo aprovecha su oportunidad y no la deja pasar.
Cuando me tenía frente a él con mis senos al aire, el maestro podría haber aprovechado su oportunidad; tenía una ventaja superior a la de este joven. Yo me habría dejado hacer con gusto, deseaba entregarme a él esa noche, ser suya y tener y sentir esa, su bondad, dentro de mí. El me seguía mirando a los ojos cuando dijo:
-Judit, llamada Claudia, no estáis sola como creéis, vuestros padres no vagan fuera del Seol y han estado contigo siempre a vuestro lado, desde el día en que vuestra casa fue quemada. Judit, llamada Claudia, vuestro amado padre se alegra cuando alegre estáis y se entristece cuando vos entristecéis. El desea que ya no sintáis pesado vuestro corazón y que dejéis atrás la angustia.
Un escalofrío invadió mis hombros y cubrí con vergüenza mis redondeces de mujer. Corrí, alejándome espantada. Tuve miedo ¿cómo podía saber el maestro de mi vida? Me sentí por vez primera, realmente desnuda y con frío. No dejé de correr y abandoné el campamento. Seguí el curso del arroyo hasta llegar a la playa y continué caminando en medio de la oscuridad en dirección a Cesarea hasta caer rendida por el cansancio.
CONTINUARÁ.

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