miércoles, 5 de mayo de 2010

EL CUENTO DE CLAUDIA (Parte 7)

"SUBASTA PÚBLICA."

Después de 6 meses llegó desde la ciudad de Tiro, Quinto Claudio, hermano de Plinio, a reclamar la herencia que le correspondía; mas las múltiples deudas de la finca, sumado a la posibilidad de contagio, hicieron a Quinto ordenar la quema de la casa y sus utensilios y vender en pública subasta todo el resto de la propiedad. Las 5 esclavas que quedábamos fuimos llevadas a un mercado de Cesarea, en la costa de La Palestina, para ser vendidas. Nuestro precio era muy bajo considerando que veníamos de Tiberíades, de una finca afectada por la peste y pocos se interesaron en adquirirnos.
Al cabo de tres días en que fuimos ofrecidas, Kupta y las otras fueron compradas por un comerciante Cretense, de paso por el puerto de Cesarea. Me despedí de mi amiga con lágrimas y nunca más la volví a ver. Yo quedé en el mercado a la espera de un nuevo Amo y transcurrieron otros tres días, lo que hizo que el comisionista estuviera de mal humor.
La subasta se hacía en el atrio de un templo al que llegaba la multitud no sólo a participar en las subastas, sino también a curiosear. Yo estaba encadenada, con argollas en los tobillos, muñecas y cuello; previamente se me había ordenado maquillar mis ojos y las areolas y pezones de mis senos, lo que me hizo pensar me ofrecerían desnuda a los postores, mas no fue así.
Transcurrió el tiempo y nadie atendió el ofrecimiento que de mi hacía el comisionista, lo que provocó su impaciencia. En un arranque de cólera, el hombre rasgó mi vestido dejando a la vista de la multitud mis voluminosos pechos desnudos. Entonces comprendí la razón de maquillar mis pezones con pintura egipcia. De inmediato los hombres aumentaron en número y el comisionista comenzó a destacar mis virtudes físicas. Me ordenó que debía mover los hombros a fin de que las tetas colgantes oscilaran. Traté de hacerlo, pero la vergüenza me paralizó, ante lo cual el hombre descargó un fustazo en mis redondeces y él mismo, propinándome manotazos, hizo que los pechos bambolearan acompasadamente. Las mujeres que pasaban por la calle se tapaban la cara por la vergüenza ajena lo que hizo ruborizarme y sentir suma humillación.

La turba de hombres comenzó a gritar groserías y yo cerré los ojos, mas cuando el vocerío fue en aumento, debo deciros, mi Señor, que dicho rumor de machos deseosos me gustó. Me sentí admirada y por sobre esa multitud como si estuviera en una jerarquía superior a todos ellos y sobre todo, a aquellas mujeres que me miraban avergonzadas. La brisa que sentí en la piel de mis pechos fue como la confirmación de que era una reina para esos hombres. No supe ver que ese era un regalo del enemigo, del cual pronto vos volveríais a ponerme en alerta.

Cuando ya las manos comenzaban de nuevo a ofrecer posturas, alguien previno a los postores de que yo venía de una finca de Galilea en que la totalidad de sus esclavos, junto a los amos, habían muerto por la peste. El entusiasmo declinó al instante, pero los hombres no se movieron y continuaron mirándome, lo que enfureció en grado sumo al comisionista que me abofeteó en las mejillas llamándome esclava apestosa.

Un hombre gordo y moreno levantó su mano y ofreció un precio. Pude oír que era el dueño de un lenocinio. No hubo otra postura. Aquel hombre estaba a punto de llevarme cuando la plaza se volvió a llenar de gente. Otra turba de mujeres y hombres pasaba por la calle encabezada por un hombre seguido de otros que parecían ser sus amigos cercanos. Todos les habrían paso con respeto. Esa otra multitud casi no se percataba de la subasta que se estaba dando en el atrio, distrayendo la atención de los postores y curiosos y, por unos segundos, yo y mis pechos fuimos olvidados. La turba advenediza siguió marchando por la calle hasta que se detuvo de improviso. El hombre que la lideraba se paró mirando al suelo, giró su cabeza y observó derecho hacia donde yo estaba; se quedó así unos segundos y luego le dijo algo al oído a uno que tenía a su lado, este se abrió paso entre la multitud expectante hasta llegar a los pies del atrio y preguntó al comisionista de qué se trataba mi exposición pública. Cuando fue satisfecha su pregunta volvió donde el otro hombre y le habló al oído; entonces hubo un revuelo entre la gente. Comenzó a recolectar monedas hasta llenar un pequeño saquito, volvió de nuevo al atrio y dijo al comisionista:

-mi nombre es Judas Iscariote y compro a esta esclava de busto prominente.
Le arrojó el saquito con monedas de plata y me tomó de las cadenas, bajándome del atrio. Mi nuevo Amo Judas cubrió la desnudez de mi torso con una manta que él llevaba sobre el hombro y me mandó que lo siguiera. Aquel fue el primer encuentro con mi maestro y una más de vuestras señales, Adonay.

CONTINUARÁ.

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